Mi corazón latía con fuerza, tanta, que no había tenido que concentrarme para escucharlo, sino simplemente sentirlo contra mi pecho, o atender a los latidos que se escuchaban de fondo. No me había costado mucho conseguir mi objetivo. En cuanto le hube comentado a Ella mi inquietud sobre el estado de mi padre está había aceptado a acompañarme hasta casa. Solo para verlo. Habíamos conseguido unas bufandas en una tienda de ropa cercana para protegernos contra el virus, no eran mascarillas, pero sí algo parecido, aunque probablemente inútil. El edificio que hacía poco más de un día había sido mi casa se erguía frente a mí, tan oscuro como si fuera una trampa. Y quizás lo era. Respiré profundamente en un intento de calmar mi descontrolada mente.
—¿Estás segura?
—Nunca había estado tan segura. —mentí.
Ella me miró con preocupación, pero no dijo nada. Saqué las llaves que llevaba desde el día anterior en el bolsillo de mi sudadera, y con cuidado abrí la puerta. Podía verse la soledad como si fuera un color que inundaba aquel lugar; también sentirse, e incluso si te concentrabas, escucharse. Subimos por las escaleras, debido a que el ascensor no funcionaba, al igual que todas las cosas eléctricas. Finalmente frenamos en el quinto piso, exhaustas y agitadas por el ejercicio físico.
—Dios. —expresé—. No sé qué hacía la gente antes de que existieran los ascensores.
—por algo vivían menos. —soltó Ella—. Seguro que su corazón no aguantaba tanto.
—Pues desde luego que el mío no.
Nos sonreímos, pero aquello duró muy poco, pesé a todas las bromas, ahora mismo estábamos en un momento serio; y es que mi casa estaba en el quinto piso.
—Entremos. —susurré.
Ella asintió, y me siguió hasta la puerta. Era grande y de madera. Tenía un pomo redondo en el centro y no a un lado como la mayoría, algo poco común de lo que mis padres siempre se habían burlado. Acerqué el oído para intentar oír algo de ruido, deseando escuchar no solo la voz de mi padre, sino la de mi madre y mi hermano también. Nada. Respiré profundamente, sabiendo, en el fondo, lo que me iba a encontrar. Abrí la puerta después de luchar un poco con las incompetentes llaves. Dentro olía a humedad, tristeza, y cerrado. Como si hiciera meses que nadie entraba.
Recorrí el salón, que parecía haberse parado en el tiempo, al igual que la cocina y mi habitación, —llena de objetos tirados por el suelo que yo había desordenado el día anterior buscando lo que quería llevarme—, y por último, la habitación precintada de mamá y papá, dentro de la cual no había más que una cama, también precintada. Y entonces, solo quedaba una sala, la que más temía, la más pequeña: La habitación de invitados. Me quedé frente su puerta, pensativa y atemorizada.
—No sé si quiero entrar. —admití.
Ella tardó unos segundos en contestar.
—Lo sé.
—Dentro estará mi padre. Y no sé si seguirá vivo. —dije con dificultad.
—¿Quieres que entre yo?
–¿Tú? ¿Estás segura? –La miré, sorprendida por su propuesta. Ambas sabíamos que el resultado más probable de aquello, era que jodiera su estabilidad mental. La escuché respirar, mientras daba un vacilante paso, abriendo la puerta y entrando. Me miró, y yo la miré. Asintió, diciéndome de esa forma que estaba segura.
Mi corazón estaba a punto de explotar, no sabía si iba a ser huérfana, o por el contrario ya lo era. Porque pasara lo que pasara papá estaba infectado, y todos los infectados al final, acababan muriendo.
—Jane. —escuché que me llamaba Ella desde el interior.
Mis músculos se tensaron preparados para recibir aquella horrible noticia.
—Dime.
—No está.
Sentí alivio, aunque no debía, expulsando el aire que nerviosamente había estado reteniendo. Si no estaba debía haberse ido él mismo, y para irse tenía que estar vivo ¿no?
Entré, y lo comprobé por mí misma. Las sabanas estaban abiertas mostrando un colchón blanco y nada más. Ni sangre. Ni signos de la lucha contra sí mismo que había afectado a mamá.
No tardamos mucho más en salir, lo hicimos en silencio, ambas pensativas. Y enseguida, estábamos bajo con nuestros carritos que habíamos estacionado en la acera antes de entrar.
Nuestro paso era rápido, y nuestra dirección: la farmacia.
—Oye. —dijo Ella a mitad de camino.
—¿Sí? —pregunté de buen humor.
—No quiero que te hagas ilusiones.
—¿Qué quieres decir?
—Aunque tu padre siga vivo probablemente esté infectado, ¿y los infectados cuanto duran?, ¿dos? ¿tres días?
—Una semana mi madre. —le saqué de dudas, intentando no enfadarme o decepcionarme por su opinión. Al fin y al cabo, no se equivocaba.
—Bueno. —cambió de tema—. ¿Qué crees que habrán cogido los chicos?
—Papas y refrescos. Mientras no hayan encontrado tiendas de videojuegos, todo bien.
—De todas maneras, no funcionarían.
—Ellos harían lo imposible para hacerlos funcionar. —reí.
El resto del trayecto fue silencioso, y después de unos cortos minutos por fin Ella lo rompió.
—¡Ahí está! —exclamó señalando nuestro refugio—. No tendremos que esperar para saber que llevan.
Entramos haciendo un pequeño esfuerzo al subir todo lo que habíamos cogido por el pequeño escalón de la entrada. Dentro había otros tres carros, y varias maletas, sonreí viendo que se les había ocurrido coger maletas, no como a nosotras, que habíamos quedado en robar dos o tres y ahí estábamos, con ninguna.
—¿¡Donde estabais!? —preguntó John saliendo de la trastienda.
—En la feria. —respondí sarcástica.
—No cuela Jane. Ni siquiera un caracol habría tarado tanto tiempo.
—Será porque no somos caracoles, John. —contesté evitando dar la verdadera respuesta. Al final, Ella lo hizo por mí.
—Jane quería comprobar el estado de vuestro padre.
El semblante de John se oscureció, y por primera vez parecía serio.