Insomnia

Insomnia

Ceferino Pardal no estaba para tonterías ni tampoco para tratar con sus iguales. Indudablemente todo un personaje, alguien digno de ser estudiado en profundidad. Merecería incluso la pena conservarlo en formol con un epitafio en letras gordas que rezase: “muerto el perro se acabó la rabia”.

 Falleció de noche en el centro de mayores de una ciudad cualquiera a la nada desdeñable edad de noventa y cinco años. El doctor Arsenio Casas y su ayudante, la jefa de enfermeras Cándida Lorca, fueron las últimas personas en verlo con vida. Y según juramento de testigos presenciales sus caras, una vez concluías las diligencias médicas, eran un poema. Jamás hablaron de lo que en aquel cuarto sucedió o de lo que pudieron haber visto. Ni siquiera el padre Agustín encontrara fuerzas para articular palabras de reconforte. Se limitaba a besar fanáticamente, una y otra vez, el crucifijo que le colgaba del cuello.

 Ceferino Pardal tenía fuerte carácter y esto lo sabían perfectamente familiares y amigos. En los últimos meses habíase vuelto más huraño e inaguantable de lo normal. Cualquier gracia le molestaba; un empujón accidental en la calle lo exasperaba, una llamada a su puerta era sinónimo de salir corrido a palos. Hasta ver amanecer era jodido porque significaba otra jornada laboral. Para complicar más las cosas aseguraba ver figuras sombrías en el parque; coches circulando sin conductor y pájaros con cabeza de macho cabrío. Y cuando caía la noche hablaba consigo mismo como si fuesen dos personalidades antagónicas compartiendo cuerpo. Apenas se sabía sobre su pasado más reciente, excepto su exagerada y opresiva misantropía.

 Fue en el solsticio de invierno cuando las cosas cambiaron para siempre. Por aquella época contaba treinta y cinco primaveras recién cumplidas y una no menos acuciante disputa con el género humano. Además sus problemas de sueño se acentuaron por aquel entonces, notándose sobremanera cambios de humor y paranoias persecutorias. Nunca había buscado ayuda especializada; ciertamente Ceferino era de esos que cuanto más lejos loqueros y matasanos mejor. Así pues terminó automedicándose porque quién mejor que uno mismo para hacer diagnósticos…

 Aquel año fuera complicado para todos por culpa de la crisis económica. Para él especialmente a tenor del carácter difícil del que hacía gala. Por descontado el escaso interés que ponía a la hora de cumplir con sus cuarenta horas semanales no ayudaba. Había perdido el trabajo en la oficina, después de cinco años, a raíz de un violento encontronazo con el director de la sucursal. A las pocas semanas habíase colocado de camarero en un restaurante italiano. No duró demasiado al liarse a mamporrazos con un cliente por unas supuestas proposiciones deshonestas…

 Sin embargo la noche de autos no vino como las predecesoras, de hecho dormiría a pierna suelta, algo totalmente inusual. Aquella noche despejada y clara regalaba un firmamento saturado de estrellas titilantes y una luna especialmente grande. En tan singular madrugada los noctámbulos jurarían haber visto alinearse los astros sobre la línea cósmica. Jurando o sin jura que valga Ceferino durmió como un bendito a pies del cristo redentor ¡qué inusitada felicidad adormecerse del tirón!...

 Pero suele haber un “pero” para cagar lo que viene después.  El ansiado respiro, necesario y reparador, mascaba contubernio y ardid. Ensoñó largo y tendido como pocas veces mas sus cimientos estaban por tambalearse bajo los frágiles hilos de coser tejidos por un subconsciente manipulado. Pero entremos en su cabeza para ver qué demonios estaba soñando…

 Hallábase frente a una mansión tipo película de horror, ya sabéis, esas que es verlas y salir corriendo en dirección contraria. Parecía más un gigantesco cascarón destartalado que la morada de alguien. Mas allí estaba Ceferino Pardal, de pie, listo para retar a cualquiera que se le pusiese delante. Ni un alma por los alrededores así que tras recorrer el atajo de gruesas rodajas de pino a modo de pasos se plantó delante de la puerta principal…

 El cielo encapotado cubría desde las montañas, lejanas, hasta las filas incontables de árboles secos, acá al lado, aportando al conjunto un más que preocupante toque funesto. Después de una rápida inspección dedujo que no había más forma de acceder al castillo de Drácula que por allí mismo así que entró a lo grande, como deben hacerse las cosas.  

 Paseaba estupefacto sobre una deshilachada alfombra llena de bichos que mantenían tensionado su cuerpo. Observaba la tétrica disposición de lo que ante él se abría y recordó cuando de niño su padre lo castigaba, encerrándolo en el destartalado sótano durante horas...

 No tardó en poner sus pies en el fastuoso salón. Evidentemente fastuoso en otro tiempo porque sin ir más lejos las paredes divisorias no eran más que montículos de cascotes. Probablemente el resto de la vivienda estuviese igual o peor. A la diestra se disponían varias ventanas tapiadas con ladrillo rojo, columnas de hormigón con el armazón a la vista, arcos de madera podrida y tres corredores que partían desde la escalera principal. Ésta se abría en espiral para brindar acceso a lo que quedaba en pie de los pisos superiores. A su espalda una formidable chimenea. Debía llevar años sin encenderse y no obstante olía intensamente a humo...

 Entonces escuchó ruidos que parecían provenir del interior de la susodicha. Dio tal respingo que despertó, o eso quiso parecerle. Una extraña criatura, no excesivamente corpulenta, cayó sobre los leños quemados. Habíase hecho una bola para amortiguar el golpe y enseguida se estiró, sacudiéndose la ceniza.

 Excepcionalmente aterrador pero al mismo tiempo entrañable, como un osito de peluche hecho para ser apretujado contra el pecho. Su cuerpo cubierto de pelo cobrizo brillaba a ratos; brazos y piernas largas como fideos. Y después la cabeza, embutida directamente entre los hombros, sin cuello por medio.




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