Remitente: Ricardo Sianes Luna
Destinatario: Para el doc, Edgar Calva Daladier
Cuando uno es niño, nuestros padres son lo más cercano en el mundo a un superhéroe. Cuando nos sentimos enfermos, cuando tenemos miedo de los monstruos debajo de la cama o del armario, nuestros padres siempre están ahí para ayudarnos.
Recuerdo una vez que me enfermé de bronquitis, tuve mis primeros síntomas ahí por las 6 de la tarde, pero no fue hasta las 9 de la noche que de verdad ya no podía respirar. Esa fue la primera vez en mi vida, a mi corta edad de 10 años, que pensé que iba a morir. Esa noche mi padre me llevó en su auto a urgencias. Recuerdo, antes de bajar, que no estaba seguro de si podría caminar hasta dentro. Pensaba que si daba un solo paso, me desmayaría por falta de aire. Mi padre ni me preguntó, simplemente bajó de su asiento, abrió la puerta a mi lado y me llevó cargando él mismo hasta dentro.
Esa noche no pude evitar pensar que mi papá era Superman. Me imaginé que me estaba ahogando en un lago y Superman con la cara de mi padre llegaba volando y se sumergía para sacarme de ahí y llevarme en sus brazos, así como lo hacía en esas clásicas historietas. Y es que es así como vemos a nuestros padres cuando somos niños. Como seres poderosos, que todo pueden hacer y todo pueden resolver. Tus padres siempre tenían todas las respuestas, todos los consejos, toda la sabiduría y toda la fuerza del mundo. Es por eso, supongo, que resultó especialmente traumático para mí cuando mi padre alucinaba con los susurros y luego que trató de matarme.
Creo que me estoy adelantando demasiado doc. Estoy tratando de ser directo y conciso con esto, pero es que creo que eso de escribir cartas no se me da. Después de todo, estamos en el jodido siglo 21, ¿quién demonios escribe cartas hoy en día? La verdad no creo que esto sea una carta, más bien será una especie de cuento, como esas novelas gringas que suelo leer antes de dormir. Aunque adelanto que no será un cuento de hadas, pero considero que no tengo mejor forma para contarle la muerte de mi padre.
Cuando me dijo que escribiera una carta de mis sentimientos sobre aquella época de mi vida, al inicio pensé que no era para tanto. Solo escribir lo que pasó y lo que sentí al respecto, ¿no? Ya había hecho eso antes. Pero es que ya pasé 60 minutos enfrente de mi computadora pensando cómo hilar todo y simplemente no termino de entender cómo se supone debo hacerlo.
Siento que debo agradecerle por hacer que haga esto, lo de escribir mis sentimientos. De verdad lamento que nuestras sesiones sean tan infructuosas y aburridas para usted. Como sabe, para mí, hablar sobre mis pensamientos es muy complicado. Sé lo que siento, pero me cuesta muchísimo darle un nombre o describirlo con palabras. Escribir, por otro lado, ha dado muchos frutos para mí. Cuando los escribo en mi diario, tal y como me lo recomendó, es como si quitara un enorme tapón de mi mente y las palabras simplemente fluyeran al papel. Pero una cosa es hablar (o bueno, escribir) sobre mi relación con mi esposa o con mis hijos, sobre mis problemas en el trabajo o sobre los sueños que tengo; y otra cosa muy diferente es hablar sobre la muerte de papá. Es que pensar en ello hace que sienta como si una bomba de tiempo estuviera en mi cuerpo, esperando el día para estallar.
La sesión de la semana pasada, cuando me preguntó sobre mi padre, yo al inicio no sabía cómo responder. Los sentimientos que tengo sobre él son confusos. Solo atiné a decirle que lo quería mucho hasta el día en que murió y eso es verdad, pero no es toda la verdad. Lo cierto es, que es una extraña mezcla entre amor y miedo, juntos en una danza bizarra dentro de mi mente.
Claro que lo quería muchísimo. Él era un hombre de pocas palabras, al igual que yo. Trabajaba mucho y lo veía muy poco en casa, pero jamás lo sentí distante. Cuando estaba en casa, aun con todo el cansancio del trabajo, siempre encontraba tiempo y energías para mí y para mamá. Creo que de él aprendí lo que es el amor hacia tu familia. Me demostraba su cariño a su manera, no con palabras, sino con sus acciones.
Aún lo extraño. Después de todos estos años desde su muerte, el vacío sigue ahí, pero ahora el cariño que le guardo a mi padre se ha mezclado con un miedo que me oprime el pecho, como una punzada helada. Sí, claro que tengo miedo. Ya lo dije antes: es como una maldita bomba de tiempo. A veces, cuando hay demasiado silencio a mi alrededor, juro que puedo escuchar el “tic-tac” de su contador, esperando, esperando, esperando.
Pero si soy honesto, no temo por mí. Temo por mis hijos. Ahora soy padre, y la sola idea de que ellos sean testigos de lo que me pasa me aterra. Que muchos años después tengan que escribir sus propias cartas a sus terapeutas para poder dormir tranquilos. Que carguen con este mismo miedo, esta misma condena. Eso es lo que realmente me destroza. Porque ¿y si también llevan dentro su propia bomba de tiempo? No tengo el valor de llevarlos a hacerse los estudios genéticos. No puedo. No quiero ver esos resultados. ¿Qué podría ser peor que saber que la muerte de tus hijos será tan espantosa?
Carmen lo sabe. Es la única a la que le conté la verdad sobre la muerte de mi padre (o al menos, casi toda la verdad). Me siento culpable porque no se lo dije antes, porque esperé hasta después de que nacieran nuestros dos niños. Ni siquiera con el primero tuve la fuerza para hablar. No fue hasta que nació el segundo que reuní el coraje para confesarlo. Se irritó, claro, y no la culpo. Pero la verdad es que no estaba enojada. Estaba aterrada. Igual que yo. Porque ahora compartimos el mismo horror.
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Editado: 05.03.2025