Tamara Mendeley había estado contando. No ovejas; eso vendría después. Ella contaba semanas, días y horas. Estaba a solo un fin de semana de cumplir siete años con Daniel, un hito que, según las películas y las revistas, se consideraba la prueba de fuego del amor, el umbral de la eternidad. Deberían estar eligiendo el color de los manteles para la cena de aniversario que ella había planeado minuciosamente.
En su lugar, estaba sentada en el suelo de su diminuto apartamento nuevo, mirando la caja de cartón que contenía el 50% de su vida pasada.
El recuerdo del final era tan nítido que todavía podía sentir el frío del teléfono contra su oreja. No fue una escena dramática, ni un portazo, ni siquiera una discusión digna de reality show. Fue una llamada de tres minutos.
“... Y creo que es mejor así, Tami,” había dicho Daniel, su voz resonando con una irritante calma profesional. “No eres tú, soy yo. Bueno, en realidad, no era yo, eras tú. Tú y tus planes, tus listas, tu..." Exigencia de futuro. Eso quiso decir.
Silencio. El único sonido fue el del hielo derritiéndose en el vaso de Daniel, al otro lado del teléfono. Su vida amorosa se había resuelto con un sorbo de whisky. Siete años borrados por una frase trillada y un tono de voz aburrido.
Ahora, Tamara solo tenía una certeza: la vida le había dado un billete de primera clase hacia la decepción. Y a las 3 de la mañana, en medio de cajas de mudanza y el glamour de un vestido de gala que se había puesto por pura ironía, empezó a entender lo que era el verdadero insomnio. No por ansiedad, sino por la furia tranquila de haber perdido el tiempo. Y justo entonces, oyó una taza caer con estrépito en el balcón de al lado.
Para Agustín Alcántara, el insomnio no era un síntoma de un corazón roto. Era el eco constante de un motor que se apagó demasiado pronto. Habían pasado casi dieciocho meses desde el accidente.
Agustín todavía podía reconstruir el sonido de la noticia, el olor a hospital y la horrible quietud que siguió. El camión. La lluvia. Se fue. Su esposa, Elena, con quien había compartido una vida de sueños sencillos y madrugadas tranquilas, ya no estaba.
La gente le decía que fuera fuerte por el pequeño Lucas. Y lo intentaba. Durante el día, Agustín era el padre paciente que ayudaba a su hijo de cuatro años a construir castillos de Lego, el viudo estoico que sonreía y asentía a las condolencias.
Pero la noche era una prisión.
Cada vez que cerraba los ojos, la oscuridad no traía descanso; traía el fantasma de las noches pasadas, los sueños compartidos, la voz de Elena. Se despertaba sudando, con la respiración entrecortada. Contar ovejas era inútil; a la número quince, ya estaba pensando en la pila de cosas que su hijo había perdido y que él no sabía cómo reemplazar.
Agustín no buscaba amor, no buscaba una cura, solo buscaba el bendito silencio de su propia mente.
Esa noche, a las 3:15 AM, estaba en su balcón, el cual compartía una delgada pared divisoria con el de su nuevo vecino. Estaba preparando su décima taza de café de la noche cuando la taza se le escurrió de las manos, impactando el suelo y rompiendo el tenue silencio. Un minuto después, escuchó una risa ahogada y extrañamente histérica proveniente del otro lado.
El desvelo de Tamara y el desvelo de Agustín acababan de colisionar en la oscuridad.