Narra Tamara
Si me preguntabas hace una semana cómo se veía la estabilidad, te habría señalado a Daniel. No, no solo a él, sino a nosotros. Éramos el monumento a la planificación. Yo soy una persona de listas, y Daniel, bueno, Daniel era mi mejor casilla de verificación: Compañero de vida: (✔).
Nos conocimos en la Universidad, en esa etapa hermosa y caótica donde crees que sabes lo que quieres, pero en realidad solo estás buscando a alguien que te preste los apuntes de cálculo. Yo con mi energía de espresso doble. Él con esa calma que siempre necesité.
Año Uno: La gran decisión fue unirnos profesionalmente. Mientras otros terminaban la universidad con resaca, nosotros lanzamos nuestra pequeña empresa de consultoría financiera. No fue amor, fue una sociedad de responsabilidad limitada convertida en noviazgo. Había un compromiso, y no era emocional, era legal. (Casilla: Emprendimiento Conjunto ✔).
Año Dos: Nos mudamos a nuestro primer apartamento compartido. La prueba definitiva: ¿quién haría la colada y quién pagaría el Netflix? Lo resolvimos con un sistema de puntos que incluso un robot habría envidiado. El drama en nuestra relación era si debíamos invertir en bonos del tesoro o acciones de bajo riesgo. (Casilla: Convivencia ✔).
Año Cuatro: Compramos un coche familiar. Gris, eficiente y con excelente consumo de gasolina. Lo llamamos ‘Inversión Segura’. No era sexy, pero era práctico. Y eso éramos nosotros. Prácticos. (Casilla: Activo Importante Adquirido ✔).
Año Cinco: Hablamos de hipoteca. No solo la hablamos; teníamos una hoja de Excel comparando tipos de interés y plazos. Decidimos esperar dos años más para tener una entrada decente, justo antes de… lo siguiente. (Casilla: Plan de Propiedad en Progreso ✔).
Año Seis: Superamos nuestra primera crisis empresarial y decidimos tomarnos unas vacaciones de verdad en un lugar sin cobertura, solo para demostrar que podíamos funcionar sin Wi-Fi. Funcionó. Regresamos más unidos, con nuestras metas claras y una estrategia de mercado reforzada.
Y eso nos lleva a hoy, el último día de mi vida antes del terremoto. El último día que creí que estábamos en la recta final. El Año Siete era el momento de la verdad, el clímax de la lista.
Estaba ordenando su armario. Sí, ya sé, "no toques las cosas de tu novio", pero Daniel es un caos organizado y su traje de lana gris, el que usa para las conferencias, necesitaba ir a la tintorería. Lo levanté del sillón de la oficina, y algo pesado y duro se deslizó del bolsillo interior, cayendo con un clinc sordo sobre la alfombra.
Me quedé helada.
Era una caja pequeña. De terciopelo, oscura y elegantísima. Mi corazón, que había estado latiendo al ritmo constante de planeado, planeado, planeado, de repente se disparó. ¡Siete años! ¡Nuestro plan! ¡La confirmación! Estaba a punto de marcar la casilla más importante: Matrimonio: ( ).
Abrí la tapa, sosteniendo la respiración.
Dentro, sobre el forro de seda, brillaba un anillo. Era justo mi estilo: delicado, con un diamante central que parecía contener una pequeña estrella. Me lo probé en el dedo anular. Quedaba perfecto. Sentía el peso del futuro en mi mano, el peso de una promesa que estaba a punto de cumplirse.
—Oh, Daniel —susurré, con la voz quebrándose.
Volví a guardar la caja en el bolsillo del traje. No iba a arruinar el momento, pero mi corazón ya estaba flotando a dos metros del suelo. Ese fin de semana, en nuestra cena de aniversario, el gran plan se haría oficial.
Éramos perfectos. Éramos un plan. Éramos un éxito.
Luego, el lunes, a las cuatro y diecisiete de la tarde, sonó mi teléfono. Y la "perfección" se cortó con esa horrible frase.
"No era yo, eras tú."
Y ahora, el anillo de mi futuro y el traje de Daniel estaban juntos en una de esas cajas de mudanza, esperando un destino que yo todavía no podía imaginar.