Narra Agustín
El insomnio te obliga a hacer inventario. No de las cosas que tienes, sino de las cosas que perdiste. Para mí, el inventario siempre empieza en un salón de clases de hace quince años, donde conocí a Elena.
Éramos adolescentes torpes, con uniformes que nos quedaban grandes y sueños ridículamente ambiciosos. Yo era el chico callado y estudioso; ella, la tormenta de ideas y la que se reía demasiado fuerte. Elena nunca me dejó ser solo “el estudioso.” Ella veía las estrellas que yo escondía detrás de mis apuntes de física.
Nuestro primer gran proyecto juntos no fue una cita, fue una escuela. Ambos amábamos la enseñanza, pero odiábamos la rigidez del sistema. Así que, antes de cumplir veinte, fundamos un pequeño centro de apoyo donde los niños podían aprender sin miedo a equivocarse. Trabajábamos doce horas al día, nos alimentábamos de café y la ilusión de un futuro mejor para nuestros alumnos.
Nos casamos en un jardín, bajo un cielo que no se parecía en nada al cielo oscuro y vacío que veo ahora. No tuvimos luna de miel tradicional. En su lugar, hicimos una promesa: un viaje cada año a un destino que comenzara con una letra diferente del abecedario.
Recuerdo la A: Argentina. La B: Bolivia. La C: Croacia. Vivíamos para esos viajes. Yo era el que leía los mapas y ella era la que se perdía a propósito. Ella me enseñó que la vida no se trata de llegar al destino planificado, sino de lo que encuentras en los desvíos. (Casilla: El Mundo como Nuestro Hogar ✔).
El plan de Lucas fue diferente. No fue una casilla marcada con bolígrafo, fue un deseo escrito a lápiz. Después de la ‘L’ de Líbano, Elena me miró en una tarde tranquila y dijo: “Agustín, creo que es hora de un viajero extra. Uno que no necesite un pasaporte, solo nuestro apellido.”
Lucas llegó. Cuatro kilos de perfección que reorganizaron nuestro mundo de viajes y escuelas. Dejamos el jet lag por el baby lag. Y era maravilloso. Elena era la mejor madre que uno podía imaginar, la clase de mujer que convertía un resfriado en una aventura épica. Yo era el ancla; ella, la vela. Éramos completos. Éramos un equipo inquebrantable.
Éramos.
El salto en el tiempo es un abismo que el insomnio me obliga a cruzar cada noche.
El olor a formol. Las caras borrosas. El sonido del motor del taxi que me llevó a la iglesia, un sonido tan mundano que contrastaba con el cataclismo de mi alma.
Recuerdo a Lucas, de cuatro años, vestido con un pequeño traje oscuro que le quedaba grande. Me preguntó por qué Mami estaba durmiendo en una caja de madera. Le dije que Mami se había ido de viaje, el más largo de todos. Él asintió, me miró con esos ojos enormes, réplicas exactas de los de Elena, y preguntó: “¿Podrá mandarnos una postal de ese sitio, Papi?”
En ese momento, la pérdida se materializó. No era solo la ausencia de Elena en la cama, en la cocina o en la escuela. Era la ausencia de las postales. Era la certeza de que no había mapa para este nuevo destino.
Ahora, dieciocho meses después, cada noche es el funeral. La soledad no pesa, Tamara. Lo que pesa es la quietud. La casa está demasiado quieta. Y por eso, yo sigo despierto, intentando escuchar una risa que ya no está, intentando encontrar la paz que murió en el asiento del copiloto.
Y no pasa nada. Sigo aquí, en mi balcón, con una nueva vecina que parece gritarle a la noche con un coraje que envidio. Y rompiendo mi décima taza de café.