El apartamento de Tamara, un espacio impersonal alquilado con la prisa de quien huye de un incendio, todavía olía a pintura fresca y a cartón de mudanza. Ella había jurado que la nueva dirección sería un nuevo comienzo, pero, por ahora, solo era un nuevo lugar para sentirse miserable.
Eran las diez de la noche cuando Tamara descorchó la botella de vino tinto. Era para llenar el vacío. Había pasado una semana desde la llamada y ella llevaba siete noches de desvelo consecutivo, un silencio que ni el trabajo, ni el bullicio de la ciudad, ni el alcohol conseguían disipar.
Se sentó frente al espejo. "Ya que no hay cita, al menos que haya glamour," se dijo con una risa amarga. Desenterró de una caja el vestido rojo de gala, el que había comprado para la cena de su séptimo aniversario. El color era audaz, un escarlata profundo, y la seda caía en pliegues perfectos, una declaración de guerra a su propia desgracia. Se maquilló con un rigor casi militar: un smokey eye dramático y labios a juego con el vestido. A la medianoche, estaba espectacular, sentada en una silla plegable de cocina, bebiendo vino sola, su cabello recogido en un moño impecable que contrastaba con su soledad.
Las horas se arrastraron, densas y lentas. A las 3:00 AM, el insomnio se había asentado con su acostumbrada crueldad. Tamara se levantó, conectó unos altavoces pequeños en el balcón y subió el volumen. Necesitaba ruido. Necesitaba distracción.
La balada desgarradora de Camila, "Mientes," inundó el pequeño espacio. Tamara se apoyó en la barandilla, el vino en mano. Cuando llegó el coro, cerró los ojos y gritó la letra, las palabras resonando con su dolor reciente:
"🎶 Mientes, me haces tanto daño y luego te arrepientes. Ya no tiene caso que lo intentes
No me quedan ganas de sentir... 🎶"
Al terminar, con la voz ronca pero la rabia momentáneamente canalizada, puso la siguiente. El tema de "Perdón" era aún más agónico.
En el balcón adyacente, Agustín estaba sentado. Llevaba una vieja camiseta de algodón y unos pantalones de pijama desgastados, su uniforme de medianoche. En sus manos tenía el diario de viajes de Elena, buscando el olor a lavanda seca en sus páginas. Había intentado leer el mismo párrafo sobre Croacia durante cuarenta y cinco minutos sin éxito.
El café en su taza número nueve ya estaba frío. Necesitaba otra. Estaba al borde del agotamiento, y su mente se sentía como arena mojada. Se levantó para preparar la décima taza de la noche, el recuento de su derrota.
Entonces, el silencio sepulcral de la noche se hizo añicos por la música, y la voz. Claramente, su nueva vecina estaba usando el balcón como escenario para su propia catarsis de desamor. Agustín se detuvo, con la taza en la mano, sintiendo una punzada de irritación y, extrañamente, curiosidad.
"🎶 No espero amor ni odio, ya tengo bastante con mi dolor...Maldigo el episodio ...Lo peor es que yo fui quien lo escribió, me esperan los demonios🎶"
La melodía era potente, y la interpretación, aunque dramáticamente desafinada, era totalmente sincera.
Agustín salió al balcón, intentando ignorar la música, pero la tentación de espiar a su dramática vecina pudo más. Se inclinó ligeramente sobre la pared divisoria, con la décima taza humeante en la mano.
Allí estaba ella. La imagen era un manifiesto de la ironía: una mujer envuelta en un vestido de seda roja que parecía sacado de una alfombra de Cannes, con un maquillaje impecable y un moño de peluquería. No había pijama, ni mantas. Solo el glamour absurdo de una mujer que se negaba a pasar su desgracia en chándal.
Agustín se inclinó un poco más, absorto en la escena. Observaba cómo Tamara daba un trago al vino, cerrando los ojos con esa expresión de dolor teatral que solo el desamor y las 3:00 AM pueden producir.
Quiso retroceder, volver a la seguridad de su pijama y su cuaderno. Fue un movimiento brusco. Su centro de gravedad, debilitado por la privación del sueño y la acumulación de cafeína, se desplazó.
¡Crash!
La taza número diez se estrelló contra el suelo de cemento del balcón, haciendo un ruido seco y brutal que silenció de inmediato el coro de Camila.
El canto de Tamara se detuvo en seco, el vino suspendido a medio camino de sus labios rojos. El silencio que se instaló entre los dos balcones era atronador. Agustín se enderezó lentamente, sintiendo el café caliente escurriéndose por sus pies descalzos, mirando la figura glamorosa en rojo que ahora lo miraba fijamente por encima de la barandilla.
Y así, con cristales rotos y el eco de una balada, el desvelo de Agustín y el desastre de Tamara se encontraron por primera vez.