Insomnio para Dos

Capítulo 5: El Horario de un Viudo y la Velocidad del Desamor

Narra Agustín

El colchón se sintió como un sarcófago. Había tomado dos pastillas de Valeriana, una solución desesperada que solo conseguía alargar mi agonía. Si el insomnio era una tortura, la Valeriana era un castigo sutil. No me daba descanso, solo me daba una pesadez de plomo en el cuerpo.

Miré el reloj digital: 6:30 AM. Dos horas exactas de sueño fragmentado.

Me levanté sintiendo que mi cabeza pesaba diez kilos. El recuerdo del desastre de la décima taza me regresó, seguido por la imagen ridícula de mi nueva vecina, Tamara, con ese vestido rojo de estrella de cine. El contraste entre mi realidad —la de un hombre que huele a café frío y desesperación— y su fantasía nocturna, me hizo frotarme las sienes con cansancio.

Pero la fatiga tenía que esperar. Lucas.

La rutina con mi hijo de cuatro años era el único ancla que me impedía flotar a la deriva. Necesitaba que papá estuviera despierto, que papá hiciera el desayuno y que papá encontrara el calcetín del Capitán América. No había espacio para ser el viudo melancólico a las 7 AM.

Mientras Lucas desayunaba cereales con la intensidad de un científico frente a una fórmula compleja, yo revisaba los planes del día. Primero, guardería. Luego, la escuela.

Desde que Elena se fue, la escuela se convirtió en mi santuario. Es donde la vida sigue. Soy el director, pero lo que realmente me mantiene a flote es la clase que inventamos juntos: Ciencias aplicadas a la alimentación y los huertos. Es la única clase donde puedo hablar de crecimiento y nutrición sin sentir que miento. Ver a esos pequeños con tierra bajo las uñas, esperando que una semilla se convierta en algo real, me recuerda que, a pesar de todo, la vida es terca.

A las 8:15 AM, ya estábamos listos. Yo llevaba mi mejor aspecto de director responsable (pantalón de vestir y una camisa planchada, aunque mis ojos gritaban auxilio). Lucas llevaba su mochila de dinosaurios y la energía de un cohete.

Salimos al pasillo del edificio. El mismo pasillo donde, hacía apenas unas horas, había vivido mi humillación con la taza.

Y entonces, apareció ella.

La Tamara de la noche anterior, la de la seda y el smokey eye, había sido reemplazada por una criatura completamente distinta. Esta Tamara vestía ropa deportiva (o algo parecido), con el cabello recogido en un moño que había conocido días mejores, y una expresión de pánico absoluto. Llevaba una cartera cruzada y, lo más notable, un sánduche enorme prensado contra su boca, del que tomaba un bocado a medio masticar mientras corría.

Cruzó el pasillo como un relámpago, la antítesis de la gracia con la que había bebido vino. Su elegante vestido rojo había sido un camuflaje; esta Tamara, apurada, era la auténtica.

"¡Buenos días!" soltó ella, el saludo entrecortado por la prisa y el pan. La palabra sonó como una disculpa o un aviso de incendio.

Apenas me dio tiempo de reaccionar. Lucas, que se había detenido para observar a la "señora de la canción fuerte," solo parpadeó.

"Buenos días, Tamara," logré responder, intentando no sonar como si hubiera dormido dos horas.

Ella ya estaba doblando la esquina de la escalera, dejando un rastro de urgencia y, posiblemente, unas migas.

Me quedé mirando la pared por donde había desaparecido. Era surrealista. La mujer que canta con la intensidad de un diván de terapia a las 3 AM es, a las 8 AM, una bola de pánico que se alimenta de carbohidratos mientras corre.

Lucas me jaló la mano. "¿Papi, esa señora siempre corre tan rápido?"

"Solo cuando tiene prisa," respondí, mientras intentaba descifrar la nueva ecuación de mi vida: la calma de Lucas + el caos de Tamara + mi insomnio crónico.

El mundo no se detiene por el dolor de un viudo ni por la rabia de una ex. El mundo te pide que sigas corriendo, incluso si tienes un sándwich a medio masticar o diez tazas rotas a tus espaldas.

Tomé a Lucas en brazos y caminé hacia la guardería. El desastre nocturno de Tamara y mi desastre diurno acababan de cruzarse.




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