Narra Tamara
El café de Agustín todavía goteaba en mi subconsciente. Literalmente. Pero el recuerdo de un desastre cerámico no se acercaba ni de lejos al desastre que había sido mi vida esta última semana.
Cuando Daniel me llamó para terminar, no solo cortó la cuerda que nos unía. Cortó mi cheque, mi futuro y mi identidad.
La empresa de consultoría financiera no era solo su negocio; era nuestro hijo. Pasamos el Año Uno, el Año Dos y el Año Tres construyéndola desde cero. Pero cuando empezamos, con esa ingenua convicción de que éramos eternos, Daniel me hizo firmar un acuerdo de salida en caso de que alguno decidiera irse. Lo firmé sin leer la letra pequeña, porque confiaba en el plan, confiaba en nosotros.
Esa pequeña cláusula obligaba a la parte saliente a vender su porción a un valor fijo, preestablecido y, visto ahora, ridículamente bajo. Él lo había planeado todo con la pulcritud de un cirujano.
El día que debimos celebrar nuestro séptimo aniversario, el día que yo creía que iba a ser la propuesta de matrimonio, fue el día en que tuve que venderle mi alma financiera. Firmamos los papeles de la transferencia de acciones en la que se suponía que era nuestra mesa favorita. Él me hizo un depósito bancario, el precio de mi libertad, en lugar de entregarme un anillo.
—Es solo negocios, Tamara —dijo, sin una pizca de emoción mientras yo intentaba que mi mano no temblara.
No era solo negocios. Era la anulación de siete años de mi vida. Me quedé con una cuenta bancaria decente, pero sin propósito, sin trabajo y sin la casilla principal marcada. La mujer que había construido imperios financieros con un Excel ahora no era dueña ni de su agenda.
El vacío era asfixiante. La furia y el dolor de la traición eran la razón por la que no dormía. Mi cerebro, programado para calcular riesgos, no podía aceptar el riesgo que había tomado y perdido: la confianza.
Así que, el lunes por la mañana, vestida con mi vestido de gala por pura rebelión interna, me puse en modo supervivencia. Necesitaba un empleo. Lo que fuera. Tenía que demostrarle a Daniel (y a mí misma) que mi vida no se había detenido solo porque él había retirado su financiamiento.
Y ahí es donde la ironía cósmica decidió darme una bofetada.
Encontré una vacante en línea: Administradora de Guardería - Centro. El puesto requería organización, manejo de presupuestos... y amar a los niños. Lo primero lo tenía; lo segundo... bueno, yo amaba el concepto de los niños, si estaban en una hoja de cálculo demográfica.
La guardería se llamaba "El Jardín de las Pequeñas Semillas."
Me presenté al teléfono con el CV de una consultora financiera de alto nivel, y logré que me dieran una entrevista a las 8:30 AM. Era un trabajo blando, de flores y plastilina, lo opuesto a mi vida anterior, pero era una casilla nueva por marcar. Era un nuevo comienzo forzado.
Por eso salí disparada a las 8:15 AM de mi piso. Con el corazón latiendo a toda máquina, la adrenalina corriendo en mis venas, y sí, un sándwich a medio masticar porque no había tenido tiempo ni de fingir un desayuno elegante.
Vi la cara de mi vecino—Agustín, el espía del café—y a su hijo, en la puerta. Vi su expresión de sorpresa y juicio, y mi único pensamiento fue: 'Genial, ahora el crítico de mi vida nocturna también es testigo de mi ruina diurna.'
Le solté ese "¡Buenos días!" patético y corrí. Tenía que conseguir ese trabajo. Tenía que volver a ser alguien. Lo que no sabía era que El Jardín de las Pequeñas Semillas era la guardería donde el pequeño Lucas, el hijo de Agustín, pasaba todas sus mañanas.