Narra Tamara
El Jardín de las Pequeñas Semillas olía a una mezcla intensa de desinfectante cítrico, plastilina vieja y una promesa vaga de un futuro mejor. Para una mujer que había pasado los últimos siete años respirando el aire acondicionado y el olor a cuero de oficina, era un asalto sensorial. Mis tacones resonaban de forma ridícula en el suelo de linóleo decorado con arcoíris.
La administradora, una mujer dulce pero con ojos de halcón llamada Señora Isabel, me miró por encima de mis credenciales de Consultoría Financiera. Llevaba una chaqueta de tweed y un currículum que gritaba "ingresos de seis cifras", lo opuesto al ambiente.
"Señorita Mendeley," dijo Señora Isabel, cerrando mi carpeta con un clic definitivo. "Está usted, y permítame la franqueza, sobre-calificada para este puesto. ¿Está segura de que la administración de un preescolar no va a aburrirla en una semana?"
—Señora Isabel —respondí con la voz más firme que pude generar—, en este momento, mi prioridad es la estabilidad y la reorientación. No me aburre la estabilidad. La anhelo.
Ella sonrió. Luego vinieron los detalles que hicieron que mi cerebro de consultora se detuviera: El sueldo era sorprendentemente generoso para una guardería y el horario era un milagro. De 9:00 AM a 5:00 PM. Un horario que Daniel nunca me había permitido tener. Además, la guardería estaba asociada a una cafetería gourmet en el centro, lo que significaba almuerzo gratis y, potencialmente, café de calidad.
Casilla: Estabilidad Laboral y Comida Gratis (✔). Casi podía sentir el alivio financiero.
Pero entonces vino la trampa, el pequeño detalle que la vida se encargaba de interponer entre mi orden y mi caos.
"El único requisito extra, que es importante para nosotras," explicó la administradora, "es que la administración no se queda todo el día en la oficina. Necesitamos una presencia activa. Dos o tres veces por semana, tendrá que supervisar el tiempo de juego, las salidas al parque o, como hoy, la visita semanal a la biblioteca pública."
Mi sonrisa se congeló. Niños. Cuerpos pequeños, impredecibles y llenos de gérmenes. No los odiaba, simplemente no sabía cómo contabilizarlos. Eran demasiado caóticos para mi Excel mental.
Mientras la Señora Isabel me daba el recorrido, pasamos por la sala de manualidades y allí estaba la prueba de mi nueva realidad. Un grupo de niños se amontonaba alrededor de una mesa llena de pegamento y brillantina. Y entre ellos, había un pequeño de cuatro años con ojos grandes y un peinado que se negaba a cooperar, el hijo del espía del café. Lucas.
Lucas me miró, dejó de dibujar un dinosaurio morado, y su boca se abrió en un reconocimiento infantil.
"¡Papi! ¡La señora! ¡La que canta!" gritó Lucas, señalándome con un dedo engomado.
Me sentí morir de vergüenza. La Señora Isabel arqueó una ceja, esperando una explicación.
"Ah, somos vecinos," logré balbucear, intentando hacer desaparecer a Lucas con la fuerza de la mente. El niño seguía observándome, evaluando si la mujer del sándwich era tan dramática como la mujer del vestido.
Tragué saliva y acepté el trabajo. Los niños eran un obstáculo, pero el sueldo y las horas de oficina eran un salvavidas.
El resto de la tarde fue un borrón de firmas de contratos y la promesa de empezar el lunes. Salí del "Jardín de las Pequeñas Semillas" a las 5:05 PM, sintiendo una agotadora mezcla de alivio y terror. Había conseguido la casilla del trabajo, pero me había expuesto a la amenaza constante de la infancia y al juicio de mi vecino insomne.
Caminaba por la acera de la Calle Central, pensando en qué vino comprar para la noche, cuando me topé con ellos.
No los vi hasta que fue demasiado tarde. Salían de una joyería, la luz del sol reflejándose de forma cegadora en el escaparate.
Allí estaba Daniel. Vestido con ese traje de lana gris que yo había llevado a la tintorería. Y a su lado, una mujer alta, rubia y de sonrisa fácil, que llevaba un anillo demasiado grande en su mano izquierda.
Daniel se detuvo, con esa calma irritante, y me dedicó una sonrisa de superioridad.
"Tamara," dijo. "Mira a quién encontramos. Ella es Camila. Y yo... bueno, ya no tengo que preocuparme por el 'Plan de los Siete Años'."
Miré la mano de la rubia. Allí, brillando con una insolencia familiar, estaba el mismo estilo de diamante que yo había encontrado en el bolsillo del traje. El anillo era el mismo. Solo la mujer era diferente.
El golpe no fue de ira. Fue un frío y paralizante vacío. La traición del pasado y la realidad del futuro se habían fusionado en un diamante que ahora le pertenecía a otra mujer. Daniel no me había dejado por mí; me había dejado porque ella encajaba mejor en el plan que yo había ayudado a financiar.
Me quedé allí, congelada en la acera, sintiendo que todo el vino y el insomnio de la última semana no eran suficientes para superar este golpe.