Insomnio para Dos

Capítulo 8: El Corazón Roto

Narra Agustín

Mi cabeza era plomo. Había pasado las últimas seis horas lidiando con el fantasma más temido de cualquier director: la inminente inspección del Ministerio de Educación. La burocracia nunca se detiene por el dolor. Si a Elena le gustaba la clase de huertos porque era tangible, yo odiaba los formularios porque eran la antítesis de la vida. Necesitaba dormir, pero ahora también necesitaba una calculadora profesional para cuadrar los balances de hace tres años.

A las 5:00 PM, solté el bolígrafo con un suspiro audible. La campana sonó, y la chaqueta de Director volvió a ser la de Papá.

Fui a recoger a Lucas. Mi hijo me recibió con el abrazo potente y desordenado de quien ha pasado el día rodeado de pegamento y canciones. Lo subí a la silla de seguridad, y el motor del coche rugió, llevándonos lejos de la escuela.

"Papi," comenzó Lucas, ajustándose el cinturón. "La señora de la canción estaba allí."

Lo miré en el espejo retrovisor. "¿La señora de la canción? ¿En la guardería?"

"Sí," asintió. "Pero ya no corría. Y no tenía el sánduche. Tenía unos zapatos raros. Tacones. Parecían agujas."

No pude evitar reírme. La imagen de Tamara, la mujer del vestido rojo y el sándwich mañanero, con esos tacones de aguja, era tan inconsistente con la mujer que gritaba baladas que me resultó absurdo. Parecía que su vestuario era tan inestable como su paz mental.

"Parece que tu vecina tiene muchos disfraces, campeón," dije, girando en la avenida principal.

Me detuve en el tráfico, a una cuadra del semáforo. Y fue entonces cuando la vi.

Estaba a un lado de la acera, inmóvil. No corría, no se reía, no cantaba. Tamara estaba paralizada, vestida con un traje profesional que gritaba seriedad, pero su postura era la de alguien que había recibido un impacto.

Frente a ella había un hombre. Iba bien vestido, demasiado pulcro. Y a su lado, una mujer rubia, sonriente y triunfante.

No pude oír lo que decían, pero vi la escena final. El hombre terminó su frase con un gesto final de desprecio. Su mano se levantó y, con un movimiento rápido y descuidado, la empujó por el hombro como si la estuviera quitando de su camino. Luego, él y la mujer rubia se dieron la vuelta y caminaron juntos. Su ex, pensé de inmediato. El origen de la ira nocturna.

La visión me produjo una punzada helada, incluso a través del cristal del auto.

Tamara no se movió. Se quedó allí, en la acera. Vi cómo su mano subía lentamente hacia su rostro y cómo su maquillaje se rompía. Las lágrimas cayeron sin sonido, silenciosas y devastadoras. No era la rabia histérica; era la rendición.

"Papi, ¿qué le pasa a la señora?" preguntó Lucas, su tono repentinamente grave.

"Nada, campeón. Solo... tuvo un muy mal día," murmuré.

Estacioné el coche justo donde pude. Vi un ser humano que se estaba rompiendo. Apagué el motor y salí.

Caminé hacia ella. Me detuve a unos pasos de distancia. Los tacones de aguja, el traje, el maquillaje... todo era un camuflaje inútil contra esa desesperación.

"Tamara," dije, con la voz suave.

Ella levantó la mirada. Sus ojos estaban inyectados en sangre, sorprendida de que alguien la viera así.

"Agustín," logró decir, apenas un susurro.

"Acabo de ver esa pequeña... interacción," dije, intentando evitar nombrar al hombre que acababa de irse. No sé por qué ese idiota te acaba de hacer eso, pensé. "Sé que no me conoces, pero... tu piso está a diez minutos de aquí. ¿Quieres que te lleve? No deberías caminar así."

Se quedó mirando mi mano extendida. Y por primera vez, no vi el sarcasmo ni la ira; solo vi el dolor.




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