Insomnio para Dos

Capítulo 9: La Pasajera

Narra Tamara

Daniel se inclinó hacia mí, y vi en sus ojos lo que nunca había querido ver en siete años: la indiferencia fría y cortante de un CEO frente a un activo depreciado. Camila, la rubia con mi anillo, esperaba pacientemente, como si yo fuera una simple distracción en su camino hacia el matrimonio.

—No es personal, Tamara —dijo, su voz siendo el mismo tono plano que usaba en las negociaciones bancarias—. Solo desaparece de mi vista. Y por el bien de tu nueva vida, espero que no te tropieces con la nuestra.

Me empujó ligeramente del hombro, un gesto tan casual y condescendiente que me dejó helada. Fue la peor clase de humillación: la de la indiferencia. Quise gritarle. Quise decirle que esa mujer llevaba mi futuro en su dedo. Quise recordarle los siete años, el maldito emprendimiento, las casillas que él también había jurado marcar. Pero las palabras se atascaron en un nudo de impotencia en mi garganta. Mi mente se quedó en blanco. Mi furia se había convertido en un cero absoluto.

Me quedé allí, una estatua de rabia silenciada, hasta que una voz suave y familiar rompió el vacío.

—Tamara.

Agustín. El crítico de mi serenata nocturna.

Levanté la mirada y vi el rostro cansado del hombre en pijama, que ahora vestía una camisa de Director y una preocupación genuina. Había visto la escena. Había visto a Daniel anularme.

"Acabo de ver esa pequeña... interacción," dijo Agustín. "Sé que no me conoces, pero... tu piso está a diez minutos de aquí. ¿Quieres que te lleve? No deberías caminar así."

No hubo sarcasmo ni burla, solo una oferta simple de refugio. La voz de mi cerebro me decía que no aceptara ayuda de extraños. La voz de mi corazón roto me dijo que cualquier cosa era mejor que quedarme parada en la acera sintiendo que me desintegraba.

Asentí, incapaz de articular una palabra. Me guio hacia su coche, donde Lucas, el niño de las adivinanzas, me observaba desde el asiento trasero con esos ojos grandes y serios. Me metí en el asiento del pasajero.

El coche avanzó. El silencio no era incómodo, era terapéutico.

—Vamos a casa —dijo Agustín, cambiando su tono para hablarme a mí. Luego miró rápidamente por el retrovisor—. Oye, Lucas, ¿te sabes una adivinanza para la señora de la canción?

El pequeño Lucas, sintiendo la tensión, aceptó el desafío.

—¿Qué cosa es que mientras más se quita, más grande se hace? —preguntó Lucas, con la voz concentrada.

Yo todavía estaba procesando a Daniel, el diamante y el empujón. Mi mente, acostumbrada a resolver crisis financieras, estaba paralizada.

—No... no lo sé, Lucas —admití, sintiendo un pequeño pinchazo de culpa por defraudarlo.

—¡Un hoyo! —gritó Lucas, y luego se rió de su propia genialidad.

No sé si fue el alivio de la respuesta, la inocencia de Lucas o la pura estupidez de la situación, pero algo se rompió dentro de mí y me encontré riendo. Una risa limpia y breve.

Agustín me miró de reojo. Era la primera vez que lo veía sonreír sin ese matiz de cansancio crónico.

—Lo ves, ya estás mejor —murmuró. Luego, su tono se volvió más práctico—. Mira, no tienes que hablar de ello, pero es obvio que ese... idiota te arruinó la tarde. ¿Por qué no cenas con nosotros? Hago un buen estofado de carne, y podemos beber una copa de vino. Es mejor que el pánico nocturno y la décima taza, ¿no crees?

La invitación era inesperada, y cálida. Me sorprendió a mí misma aceptando.

—Me encantaría. Por el estofado y el vino, y para evitar la décima taza —respondí, sintiendo que al menos tenía un plan para los próximos sesenta minutos.

Luego recordé la razón de mi vestuario profesional.

—Sobre eso... mi desastre diurno. Yo... acabo de conseguir un trabajo. Empezaré el lunes como administradora en... El Jardín de las Pequeñas Semillas.

Agustín frenó tan fuerte en el semáforo que Lucas protestó. Me miró con los ojos muy abiertos, totalmente incrédulo.

—¿Trabajarás en la guardería de Lucas? ¿La mujer del vestido de gala? ¿La de Camila y "Mientes"? —Agustín parpadeó varias veces, intentando procesar la información.

—Sí, la misma. Es una ironía, ¿verdad? Y, para que lo entiendas, ese hombre que me empujó y su prometida... yo fundé una empresa de consultoría financiera con él. Siete años. Él me dejó por esa chica y, de paso, me obligó a venderle mi parte de la compañía por una miseria. El anillo que ella llevaba puesto... era el mío.

La confesión se sintió como un vómito, sucia y necesaria. El coche se llenó de un silencio diferente. Ya no era terapéutico; era de comprensión. Agustín me miró, y no vi lástima, vi el reconocimiento de alguien que también conocía la brutalidad de la pérdida.

—Bienvenida al desastre, Tamara. Al menos ya no estarás sola a las 3 de la mañana.

Y por primera vez, desde la ruptura, no me sentí sola.




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