Narra Tamara
Llegamos al edificio. Era uno antiguo, con ladrillos a la vista y mucha madera. Al bajar del coche, sentí el peso ridículo de mis tacones en el asfalto. Me sentí tonta, vestida para una reunión de accionistas a punto de entrar a la casa de un viudo que me había salvado de una crisis en la acera.
Mientras esperábamos el ascensor, la incomodidad palpable se convirtió en curiosidad. Sentía la necesidad de catalogarlo, de meterlo en una casilla.
—Agustín —dije, apoyándome en la pared—. ¿Puedo hacer una pregunta sin que parezca que estoy llenando un formulario de ingreso?
Él sonrió, sus ojos cansados brillando un poco. —Adelante. Después de la décima taza, ya nada me avergüenza.
—¿Cuántos años tienes?
—Treinta y cinco —respondió con sencillez.
—Genial. Yo, veintinueve. Seis años de diferencia. Lo apunto para mis estadísticas de vida fallida.
Lucas, que estaba abrazando una pierna de su padre, levantó la cabeza y nos miró con la seriedad de un profesor.
—Yo tengo cuatro —declaró con autoridad—. ¡Esa es la diferencia más importante!
Nos reímos. Una risa tierna que disolvió la tensión. Agustín abrió la puerta de su apartamento.
Me sorprendió lo que encontré. Esperaba el desorden caótico de un hombre soltero con un niño, o la quietud fría de un corazón roto. En cambio, su piso era acogedor, ordenado y olía sutilmente a especias y madera antigua. Los libros estaban apilados perfectamente en estantes y la sala de estar era de colores neutros. Era un hogar. Un hogar funcional.
Pero noté un detalle. En el salón, frente al sofá, había una pared que contrastaba con todo el orden. Era blanca, pero estaba llena de garabatos infantiles de colores vibrantes y dibujos de figuras vagas. Era evidente que era el lugar donde Lucas podía pintar libremente. Era una pared de caos controlado. Una pared que no estaba terminada, que aún estaba esperando un nuevo color.
—¡Mi cuarto! —gritó Lucas, dirigiéndose a un pasillo. —Voy a construir una fortaleza.
Agustín me invitó a pasar a la cocina. Puso la carne a cocer en la estufa y descorchó una botella de vino tinto con un movimiento experto.
—Te advierto, este estofado es mi consuelo de emergencia —dijo, sirviendo las copas. —Ahora, cuéntame. ¿Quién era el hombre y por qué te lanzó a la vida como si fueras un folleto caducado?
Me senté en el taburete de la cocina. El calor de las lentejas, el vino en la mano y la calma silenciosa de Agustín obraron su magia. Empecé por el principio.
—Daniel y yo... éramos un proyecto. Yo soy una persona de listas, ¿entiendes? De progreso. Él era la única casilla importante: 'Compañero de vida.' Él era tan ordenado y tan seguro que se convirtió en mi zona de confort.
Le conté cómo nos conocimos, el emprendimiento conjunto, cómo cada año era un nuevo hito que marcábamos juntos. Y luego llegué al final, a la parte más amarga.
—Él no me dejó porque me amaba poco. Me dejó porque no encajaba en la siguiente fase de su plan —dije, mirando el vino—. Siete años de mi vida se redujeron a una llamada de tres minutos y una frase: 'No era yo, eras tú.' Y luego, la cereza del pastel: me obligó a vender mi parte de la empresa. El hombre que me empujó en la acera, el que acababa de salir de la joyería, es el mismo hombre que tenía planeado el final de nuestra relación tan meticulosamente como el inicio. Me dio un pago por mi participación... el mismo día que debimos celebrar nuestro aniversario.
Tomé un trago largo de vino. —Y el diamante que llevaba esa mujer, Camila, el que acabas de ver... ese anillo estaba en un traje de Daniel. Lo encontré una semana antes de que me cortara. No solo me reemplazó, sino que usó el mismo plan.
Agustín no me interrumpió. Solo revolvió las papas en el estofado lentamente. Cuando terminé, me miró por encima del hombro.
—Tamara, a veces la gente no te deja porque seas un proyecto fallido. Te dejan porque eres demasiado para su pequeño plan —dijo, con una voz profunda que resonaba con experiencia—. Y mira, él te quitó la empresa, pero el insomnio que te trajo... eso te llevó al balcón de al lado. Y te trajo hasta aquí.
Me sirvió un plato humeante de lentejas.
—El plan de Daniel ha terminado. Ahora, solo come. Y por favor, déjame ver tu cara por un rato. Me cansa ver solo la pared de los garabatos.
Y en ese momento, su hogar funcional, su orden aparente y su tristeza silenciosa se sintieron como el lugar más seguro del mundo.