Narra Agustín
Tamara dejó de hablar. El silencio en la cocina era espeso, el vino tinto se asentaba en el cristal, y yo seguía removiendo el estofado de carne en la estufa. Me había contado un guion de traición y avaricia, y yo había presenciado su momento más bajo. Sentí la necesidad de validar su dolor.
—Ese hombre no te quería, Tamara —dije, sintiendo la rabia fría por ella—. Quería que fueras una nota al pie de su plan de vida. La gente que se enfoca tanto en el plan no sabe cómo gestionar la vida cuando esta improvisa. Eres la improvisación que él no supo manejar.
Ella asintió, su rostro ligeramente más tranquilo.
Luego, con la misma franqueza con la que yo había admitido mi décima taza, ella me miró y me preguntó:
—Agustín, sin querer ser grosera ni invadir... ya me contaste el tuyo. ¿Cuál es la pena que tú cargas? ¿Por qué la pared sigue en blanco, y por qué el espía del café no puede dormir?
Dejé la cuchara de madera sobre el estofado. La pregunta era una llave forzando una cerradura que había mantenido sellada por meses. Tomé vino y sentí que el alcohol no iba a calentarme el estómago, sino el alma.
—Elena y yo lo teníamos todo, Tamara —empecé, sintiendo un nudo en el pecho. —Teníamos el amor adolescente que se volvió real, la escuela, Lucas. Éramos el equipo. Ella era el motor, la aventura, la que se perdía a propósito. Yo era el mapa.
Le conté sobre nuestra vida, sobre los viajes con la promesa de la siguiente letra del abecedario. Un futuro que se expandía, no que se contraía.
—El problema, o la ironía, es que yo siempre fui el pragmático. Yo veía los riesgos. Elena... ella veía la oportunidad. Y ese día... ese día fuimos demasiado normales, demasiado humanos, demasiado pragmáticos justo antes de la tragedia.
Dejé el tenedor. El ruido del metal contra la porcelana sonó fuerte en el pequeño silencio de la cocina.
—Mi problema fue que, ese día, me convertí solo en el pragmático, en el que reprocha.
Hice una pausa. Lucas gritó algo desde su fortaleza, un ruido alegre que no se correspondía con la pesadez de mi relato.
—Ese día tuvimos una discusión. Por algo estúpido. Yo tenía que ir a una reunión de directores en la capital, y ella no quería venir. Tenía una cita con un proveedor para la clase de huertos que ella no quería posponer. Yo le dije que su compromiso no era importante, que el negocio podía esperar. Que éramos una familia y que ella era irresponsable.
Cerré los ojos, sintiendo la punzada del recuerdo.
—Ella se enfadó. Me dijo que iría sola a la reunión, precisamente para demostrarme que ella no era mi posesión y que podía hacer sus propias cosas. Y lo hizo. Discutimos, yo me fui a la reunión, y ella, para ir al centro, tomó un taxi.
Mi voz se apagó en un susurro.
—En el camino, ocurrió el accidente. Un camión, la lluvia, un error fatal... y un taxi que quedó destrozado. Murieron ella y el conductor del taxi.
Tomé vino de nuevo. Esta vez no sentí el sabor.
—El conductor del camión. Salió libre bajo fianza a los pocos días. Pero yo, Tamara, yo sigo preso. Mi insomnio no es solo pena; es la repetición constante de esa discusión. Si yo no le hubiera reprochado, si la hubiera abrazado, si le hubiera dicho que yo iría a esa estúpida reunión en su lugar... ella no habría tomado ese taxi. Mi dolor es mi culpa. Ella se fue por un desvío que yo provoqué con mi orgullo. Y por eso no puedo descansar. El silencio es donde la escucho.
Ella me miró. No vi lástima, lo que vi fue una calma brutal, como la que se ve después de una tormenta.
—Agustín —susurró Tamara, con una seriedad que no le conocía—. El conductor del camión, el pavimento mojado, la lluvia... ellos tienen la culpa. Pero tú... tú no tienes la culpa de la vida. El destino no te quitó a Elena porque le dijiste que fuera responsable. Te la quitó sin más.
Y esa simple frase, esa declaración de absolución, me golpeó más fuerte que cualquier noche de desvelo. Ella era una mujer de listas, y en ese momento, acababa de tachar la casilla de mi culpa, aunque yo no se lo hubiera pedido.