Narra Tamara
Estaba a punto de responder a la inesperada absolución de Agustín cuando Lucas apareció por la puerta de la cocina. El pequeño no venía por el estofado; venía por lo esencial.
—Papi, ¿hay galletas? —preguntó Lucas, restregándose los ojos. El cansancio de un día de guardería era visible.
Agustín sonrió, y fue la sonrisa más genuina que le había visto hasta ahora. La expresión de Director y el dolor de viudo desaparecieron, reemplazados por la simple ternura de un padre. Se levantó, sacó un tarro de galletas de una alacena y sirvió un vaso de leche.
—Sí, campeón. Siéntate y cuéntale a Tamara tu día.
Lucas se sentó en la mesa, su pequeño cuerpo acurrucado alrededor del vaso de leche caliente, y nos contó sobre cómo había dibujado un dinosaurio púrpura y cómo la bibliotecaria no lo había dejado tocar todos los libros a la vez. Era una escena doméstica y cálida que me resultaba extrañamente ajena, y a la vez, fascinante. Sentía que estaba mirando una película sobre la vida normal.
Cuando Lucas terminó su relato, yo ya me había terminado el estofado y el vino. Me levanté.
—Gracias, Agustín —dije, sintiéndome genuinamente más liviana—. Por el estofado, el vino y, sobre todo, por el no-juicio.
Él se levantó. —Gracias a ti por la honestidad. Y por romper la quietud.
Mientras me dirigía hacia la puerta, mi mirada se desvió hacia una cómoda antigua en el pasillo, donde descansaba una fotografía. Era una foto de los tres: Agustín con su cabello más oscuro y una sonrisa abierta que no había visto antes; Lucas, bebé, sostenido entre ambos; y ella.
Elena.
Pude ver que ella tenía una sonrisa radiante, de esas que te contagian la felicidad. Ojos verdes, brillantes y traviesos, enmarcados por un cabello castaño abundante. Me detuve apenas un segundo para procesar la imagen. Lucas no era la viva imagen de Agustín. Lucas era la viva imagen de ella. Eso explicaba por qué el dolor de Agustín no tenía tregua; su esposa no lo había dejado, se había duplicado en su hijo.
Salí del apartamento y sentí cómo el calor de su hogar se disipaba al entrar en el mío. Mi apartamento seguía sin color, lleno de cajas y el eco de mi risa histérica de la noche anterior.
Necesitaba orden, necesitaba volver a la estructura. Fui directo a las cajas de mi oficina para buscar mi portátil y mi agenda.
Y allí, en el fondo de una caja llena de cables y cargadores, encontré el cuaderno. El cuaderno de tapas duras, forrado en tela, donde yo llevaba el control de mi vida.
Me senté en el suelo y lo abrí. La letra era mía, precisa y minuciosa.
Año 1: Emprendimiento Conjunto (✔) Año 2: Convivencia y Finanzas Separadas (✔) Año 4: Coche Familiar (✔) Año 7: Matrimonio: ( )
Las casillas. Una tras otra, marcando el progreso de la relación que me había costado siete años y mi negocio. Las páginas gritaban mi propia ceguera.
No lloré. Ya no quedaban lágrimas después de Daniel y la acera. Solo sentí una punzada profunda y vacía. Yo había invertido toda mi energía en llenar esas casillas con Daniel, y ahora, al mirarlas, solo veía los años perdidos, el tiempo desperdiciado en un plan que no era mío, sino el de él.
El cuaderno era la prueba tangible de mi propia traición a mí misma. Cerré la libreta con brusquedad. Si quería un nuevo comienzo, tenía que quemar ese mapa antiguo y desdibujar las líneas que Daniel había trazado en mi vida.
Y la única forma de desdibujar esas líneas era llenarlas con nuevas, aunque fueran tan caóticas como mi vecino con insomnio.