Insomnio para Dos

Capítulo 13: La Ceniza de la Estabilidad

Agustín cerró la puerta de la habitación de Lucas con el cuidado de quien teme despertar a un fantasma. La fortaleza de almohadas y sábanas de su hijo estaba en calma, y el pequeño dormía profundamente, agotado por las adivinanzas y los dinosaurios.

El ritual de Agustín era inquebrantable. Se sirvió un té de hierbas (la décima taza se había convertido en el límite de la derrota) y salió al balcón, llevando consigo el pesado cuaderno de Elena.

Esa noche, el destino marcado en tinta era la R de Rusia. Elena se había perdido en un mercado de Nizhny Nóvgorod, sin hablar el idioma y sin su mapa. Agustín había pasado una hora de pánico buscándola, hasta que la encontró riendo, acurrucada en una pequeña cafetería. Le había regalado un paquete de dulces rusos al dueño del local solo para no sentirse avergonzado por su propia desesperación. Agustín sonrió al recordar el rostro de Elena, iluminado por las farolas de la noche rusa, completamente despreocupada.

Se rió suavemente, un sonido raro y agridulce. La memoria era tan vívida que casi podía sentir el frío de aquella noche.

En ese instante, un olor denso y acre interrumpió la paz. No era a café frío, sino a papel quemado.

Agustín se acercó a la pared divisoria de cemento. Al otro lado, Tamara estaba de cuclillas, vestida con un chándal gris y mirando fijamente una pequeña pila de cenizas humeantes en un cenicero metálico de pie. El fuego ya se había extinguido, pero el humo seguía ascendiendo. Ella sostenía el cuaderno de tapas duras, ahora vacío y chamuscado.

—¿Estás quemando evidencia, Tamara? —preguntó Agustín, su voz teñida de fascinación.

Tamara levantó la mirada. Su rostro no mostraba la furia del vestido rojo, sino una quietud sombría.

—Estoy quemando mi vida anterior —respondió, y el eco de su voz era metálico—. El cuaderno. Mi cuaderno de listas.

Agustín se apoyó en la barandilla. —La prueba del crimen, entonces. ¿Por qué el ritual?

—Porque tenía las marcas de los siete años que le di a Daniel —explicó ella, con una calma espeluznante. —Cada casilla, cada año, cada hito marcado. Me di cuenta de que esas marcas no eran un progreso. Eran la lista de mis años desperdiciados en el plan de otra persona. Al quemarlas, al convertirlas en ceniza sin forma, me obligo a empezar de cero.

Agustín observó el humo que se elevaba. Reconoció la necesidad de borrar un pasado doloroso. Pero una duda, una pregunta que solo podía hacerle otro insomne, se le escapó.

—Tamara, después de todo lo que te hizo, después de ver ese anillo en la mano de ella... ¿lo amabas de verdad?

La pregunta era simple, directa, y tocó la fibra sensible que ni el vino ni las baladas de Camila habían alcanzado. Tamara miró la ceniza, que había sido su futuro.

—Sí, pensé que lo amaba —admitió con una sinceridad dolorosa—. Pero ahora, al mirar atrás, creo que amaba la estabilidad que él representaba. Amaba el plan. Amaba la certeza de que mi vida iba a ser ordenada, exitosa y sin sobresaltos. Amaba la idea de que, si marcábamos la casilla número siete, éramos invencibles. Y cuando él se fue, me di cuenta de que no amaba al hombre... sino el mapa que él había trazado. Y ese mapa me dejó aquí, quemando mi vida.

Agustín asintió lentamente, sintiendo que su propio corazón se contraía. Él amaba la espontaneidad de Elena, pero su plan había sido destruido. Tamara amaba el plan, pero había destruido el suyo.

—Entonces, ¿qué harás ahora que el mapa se ha ido? —preguntó Agustín.

Tamara tomó el cuaderno de cenizas, el calor ya apagado, y se levantó. —Ahora, Agustín, no tengo un plan. Solo tengo una guardería y una necesidad desesperada de dormir. Y eso, para una mujer de listas, es el vértigo absoluto.

Y en ese vértigo, ambos encontraron un incómodo e inesperado silencio compartido.




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