Narra Tamara
El viernes amaneció con un aire de resolución. El olor a ceniza todavía impregnaba mi balcón, un recuerdo sutil de la vida que había quemado. Agustín me había dado perspectiva; era mi turno de darle acción.
Si iba a trabajar en un "Jardín de las Pequeñas Semillas," tenía que vestirme para la guerra. Desterré mis stilettos de la caja de mudanza. Me puse unos pantalones anchos de algodón, una camiseta de cuello alto y unas zapatillas deportivas que, si bien no eran elegantes, eran completamente a prueba de niños. No había seda, ni escotes, solo funcionalidad. Era el uniforme de una mujer que había renunciado al glamour y abrazado la supervivencia.
Salí del apartamento con una hora de antelación. Mi antiguo yo habría llegado con dos horas, para repasar el plan. Mi nuevo yo temía llegar a la guardería y que me atacara un ejército de brillantina.
Agustín y Lucas estaban esperándome junto a los ascensores. Agustín vestía su impecable camisa de Director, pero sus ojos seguían delatando el cansancio.
—Buenos días, Sra. Administradora —me saludó con una sonrisa que ya no era de burla, sino de complicidad.
—Buenos días, Sr. Insomnio —repliqué. —Lista para enfrentarme al caos financiero y al caos preescolar.
—Nosotros te llevamos —dijo Agustín, abriendo la puerta del coche—. Lucas tiene un compromiso ineludible en el "Jardín de las Pequeñas Semillas."
Me senté en el asiento del copiloto, sintiendo un escalofrío de familiaridad. Era la primera vez que compartía el coche con alguien que no era Daniel en siete años.
El trayecto fue corto, pero glorioso. Lucas, en el asiento de atrás, comenzó a recitar una canción con la seriedad de un coro gregoriano.
—🎶 El Pollito Pío, el Pollito Pío... 🎶 —cantó Lucas.
Agustín, al volante, resopló y se limitó a marcar el ritmo con el dedo en el volante.
—Vamos, Agustín. No me digas que el Director de una escuela no sabe cantar sobre un pollito —lo provoqué.
—Yo no canto sobre animales de granja en peligro, Tamara. Yo dirijo.
—Bien, pues la Administradora lo hará por ti.
Y de repente, sin pensarlo, me encontré cantando a dúo con Lucas, haciendo el sonido de la gallina, el gallo y el pavo. La carcajada de Lucas llenó el coche. Agustín nos miró por el retrovisor, y vi una sorpresa genuina. La mujer que había quemado su vida en el balcón ahora estaba haciendo ruidos de corral a las 8:30 AM.
Al llegar, me presenté al personal. Me miraban con curiosidad, preguntándose qué hacía una mujer que olía a éxito caro en un lugar lleno de pañales. Me instalé en la pequeña oficina.
El caos que encontré allí fue un bálsamo para mi alma corporativa herida. Los estados de cuenta estaban incompletos, los análisis de resultados eran risibles y había que rastrear pensiones atrasadas de media docena de padres. ¡Esto sí era un reto! No era la simulación estéril de Daniel; era dinero real, insumos reales y un rompecabezas que mi cerebro extrañaba desesperadamente. Las horas pasaron volando. La sensación de ordenar el desorden financiero era la droga que me había faltado.
A la 1:00 PM, la Señora Isabel me llamó: —Hora de la supervisión de juego, Tamara. Hoy toca el parque de enfrente.
Mi corazón se encogió. Niños. Aire libre. Mi especialidad era el riesgo financiero, no los toboganes.
Llegué al parque y la escena era la anarquía en su máxima expresión. Veinte niños, gritando y corriendo en todas direcciones. Tomé una respiración profunda y mi antiguo cerebro de líder se activó.
—¡Atención! —grité, con la misma voz que usaba para dirigirme a un panel de inversores. —¡Formación de cinco, ya!
Para mi sorpresa, los niños, ante la voz inesperada de autoridad con tacones de aguja (había cometido el error de ponerme unos bajos, pero seguían siendo tacones), se detuvieron.
Una niña pequeña, con coletas rojas, se acercó y me miró de abajo a arriba.
—Eres como una princesa, pero en serio —dijo con la sinceridad brutal de los cuatro años.
Me reí. Era la primera vez que me llamaban princesa en mi vida, y no por un hombre. Empecé a jugar. Usé mi voz de mando para organizar una fila para el tobogán y, por un impulso repentino, me agaché.
—¿Quién quiere ser el vagón número uno de un tren que va directo a la guardería?
Me hicieron caso. Los niños se alinearon detrás de mí, agarrándose a mi ropa a prueba de gérmenes. Caminamos de vuelta al "Jardín de las Pequeñas Semillas" en un ruidoso tren improvisado. La sensación de control no era por las finanzas, sino por la conexión inesperada.
A las 2:00 PM fui a la cafetería asociada para mi almuerzo gratis. Estaba saboreando un sándwich gourmet cuando escuché mi nombre.
—¿Tamara? ¡No puede ser! ¿Qué haces vestida de maestra de preescolar?
Era Sofía, mi antigua colega y amiga de la consultora. Llevaba un traje que costaba mi sueldo de un mes.
—Sofía. Hola. Reorientación. Soy la nueva administradora de la guardería de enfrente.
Ella se sentó, su rostro un mapa de horror y lástima.
—¿De la guardería? Dios, Tami. Te ves bien. Pero tienes que saber algo. No tienes que arrepentirte de haberte ido.
Me acerqué. —¿Por qué? ¿Le va mal a Daniel?
Sofía bajó la voz a un susurro conspirativo. —Mal no es la palabra. Es una catástrofe. Desde que te fuiste, él está gastando como un loco. La semana pasada compró un coche deportivo para la nueva prometida, en efectivo. Ha estado invirtiendo en proyectos de riesgo sin la aprobación de nadie. Los estados de cuenta están en números rojos, Tami. Lo que él te obligó a vender por una miseria se está cayendo a pedazos, y todo porque le falta... tu control.
Me quedé helada, mirando el sándwich en mi mano. Daniel no solo me había reemplazado; estaba destruyendo el imperio que habíamos construido juntos, todo por una vanidad infantil. El hombre que amaba el plan perfecto era, en realidad, un niño caprichoso con una tarjeta de crédito ilimitada.