Insomnio para Dos

Capítulo 16: La Bendición de los Abuelos y el Desafío Congelado

Narra Agustín

El sábado se sentía diferente, ligero. Era el día de la semana que Lucas pasaba con los padres de Elena al otro lado de la ciudad. Era un descanso necesario, pero también el inicio de mi insomnio más profundo, sin la obligación de despertar a las 6 AM.

Salí del apartamento con el coche de Lucas ya cargado. Encontré a Tamara en el pasillo, vestida con ropa deportiva, su cabello castaño recogido en una cola de caballo. Por primera vez, no llevaba ni tacones ni la armadura de ejecutiva, sino la ropa de alguien que iba a sudar.

—Buenos días, Miss Princesa —la saludé con un tono de burla cariñosa.

Ella sonrió. —Buenos días, Agustín. Solo estoy calentando para el esfuerzo físico que me espera hoy. ¿Sigues en pie con nuestro acuerdo?

—Absolutamente. Mi ayuda logística a cambio de tu genio financiero. Dejaré a Lucas con sus abuelos y luego te encuentro en la ferretería del centro.

—Perfecto. Mientras yo corro, tú te encargas de la burocracia familiar. ¿Empezamos a pintar después del almuerzo?

Asentí y seguimos caminos separados. Ella, hacia su carrera matutina. Yo, hacia mi deber familiar.

El viaje fue largo. Los padres de Elena, Doña Marta y Don Roberto, me recibieron con la calidez familiar de siempre, pero con la tristeza palpable que cargamos desde hace año y medio.

—Agustín, hijo —dijo Don Roberto, palmeándome la espalda después de que Lucas se fuera corriendo al jardín—. Te ves agotado. No queremos que estés solo.

Doña Marta, que siempre fue más directa, se acercó y me tomó la mano. —Elena era vida, Agustín. No le habría gustado verte tan aislado. Tienes que empezar a conocer gente. A salir.

Intenté evadir el tema, como hacía siempre. —Estoy bien, Doña Marta. Estoy concentrado en la escuela, en la inspección...

—¡Pero papi va a conocer a la Miss Princesa! —intervino Lucas, que regresó por un instante, con la inocencia que solo un niño de cuatro años puede tener.

Don Roberto y Doña Marta se miraron.

—¿"Miss Princesa"? —preguntó Doña Marta, con los ojos brillando.

—Es una historia larga —murmuré, sintiendo el rubor. Pero antes de que pudiera explicar el vestido rojo y las listas, Lucas se había adelantado.

—¡Es la administradora de la guardería! ¡Y me va a ayudar a pintar su casa de morado!

Los abuelos se rieron.

—Bueno, si ella te va a ayudar a cuidar el legado de Elena en la escuela, y además te ayuda a pintar... —dijo Don Roberto, dándome un codazo. —Considera que tienes nuestra bendición, hijo.

Salí de allí con una extraña sensación de permiso. La vida me había dado luz verde.

A las once de la mañana, me encontré con Tamara en la ferretería. Había cambiado su ropa de correr por unos jeans y una camiseta. Su traje era la practicidad, no el glamour.

—Me gusta tu atuendo —le dije—. Parece que estás lista para el combate.

—Tú también. Director de escuela en camiseta. Esto se siente clandestino.

Recorrimos los pasillos. Ella era sorprendentemente precisa en la sección de pintura.

—Elige el color para mi dormitorio —me retó. —¿Cuál crees que es mi color favorito?

—Algo ordenado. Azul marino o gris pizarra.

—Negativo. Es el amarillo ocre. Me recuerda al sol y a la valentía. ¿El tuyo?

—Verde oscuro. Como el campo. Me recuerda a la tierra. A lo que crece.

Compramos la pintura ocre y la verde oscuro, tres estantes, y luego fuimos al supermercado a llenar la despensa de ambos, mezclando mis lentejas y arroz con su café gourmet y sus galletas dietéticas. El acto de comprar comida juntos para dos apartamentos separados se sintió inmensamente íntimo y doméstico.

Al salir, la tarde era soleada y decidimos celebrar el inicio del Acuerdo de Miss princesa con un helado. Nos sentamos en una mesa de una heladería artesanal.

Mientras saboreábamos el helado de chocolate y menta, el dueño del local, un hombre robusto y entusiasta, se acercó a nuestra mesa.

—¡Disculpen! Veo que están muy enamorados —dijo, sonriendo con picardía—. Tenemos un pequeño concurso especial para parejas este sábado: 'El Desafío Cerebral'. Es una prueba de resistencia al frío.

Tamara y yo nos miramos, ambos listos para negarlo.

—No somos...

—Sí, por supuesto que lo son —interrumpió el hombre. —El reto es sencillo. El primero que acabe un litro de helado, gana un año de helado gratis. Pero es en pareja. Tienen que darse de comer el uno al otro, cucharada tras cucharada, sin que el cerebro se les congele. ¿Aceptan el desafío?

Tamara, la mujer que huía del caos, tenía una chispa de competencia en los ojos.

—Mi vida pasada era toda sobre estadísticas y alta presión, Agustín. Esto es un nivel de riesgo que no puedo ignorar.

—Tampoco puedo ignorar un año de helado gratis —acepté, riéndome.

Y así, la mujer que temía la intimidad y el hombre que temía la vida se encontraron con un tazón gigante de helado de fresa y dos cucharas, obligados a alimentarse mutuamente con rapidez para evitar el castigo del congelamiento cerebral. La línea entre su contrato profesional y el juego acababa de desaparecer.




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