Narra Tamara
"¡El Desafío Cerebral!" Me reí, pero mi corazón ya estaba en modo competición. La idea de un año de helado gratis para Lucas era un incentivo demasiado grande para mi alma orientada a los objetivos. Además, el rostro divertido de Agustín, sin el velo de cansancio habitual, era una vista que no quería perderme.
El dueño nos entregó un tazón gigante de helado de fresa y dos cucharas. El reto era simple: el primero en terminar, sin que el otro colapsara por "congelamiento cerebral."
—Mira, Miss Princesa, mi única estrategia es la velocidad y la eficiencia. Tienes que abrir la boca y confiar en mi precisión —me dijo Agustín, sus ojos grises llenos de una intensidad que solo había visto cuando hablaba de presupuestos.
Y así comenzó la locura. Éramos un equipo en un baile ridículo. Él me alimentaba rápidamente, sus ojos fijos en los míos, buscando cualquier signo de dolor o de que me estaba congelando. Yo le devolvía el favor, con la precisión de cirujana, sin pensar en el acto íntimo de llevar comida a su boca. Tuvimos que estar inclinados, cara a cara, sus ojos observando mis labios y los míos enfocados en su mandíbula apretada. Era una cercanía obligada, rápida y helada.
Ganamos la primera ronda por reflejo y la segunda por pura estrategia. Las otras parejas se detuvieron entre risas y dolor de cabeza. Agustín y yo, enfocados en el premio, seguimos hasta vaciar el tazón.
—¡Ganadores! ¡Increíble! ¡Han roto el récord de tiempo! —gritó el dueño, entregándonos una pila de cupones que aseguraban el suministro de helado para el próximo año.
Nos separamos, respirando con dificultad, con las sienes heladas y los labios dormidos.
—Lo hicimos —jadeé, sintiendo la euforia de la victoria. —¿Un año de helado gratis? Lucas va a creer que soy una especie de hada madrina.
—Un año de helado verde oscuro —corrigió Agustín, sonriendo con el orgullo de un niño. —Mi color favorito. Y Lucas querrá el morado.
—No sé si el color de la valentía se combina bien con el morado. Pero sí, la cara de Lucas valdrá esto. Gracias, Director. No creí que me divertiría tanto cumpliendo el contrato.
El momento se sintió dulce, ligero y completamente surrealista. Guardamos los cupones y salimos.
Llegamos al coche, cargamos las bolsas de la ferretería y la despensa que ahora compartíamos en un entendimiento silencioso. Me senté en el asiento del pasajero. Agustín se inclinó sobre mí para ayudarme a abrochar el cinturón de seguridad.
La pequeña cabina del coche se sintió de repente más caliente que el sol de la tarde. En el concurso, la cercanía estaba justificada por el juego. Aquí, la intimidad era una intrusión. Su pecho estaba a centímetros del mío, su respiración era más profunda que la mía. Nuestros ojos se encontraron de nuevo, pero sin el desafío de la cuchara; solo la tensión palpable.
Agustín no se movió de inmediato. Su mirada se desvió de mis ojos a mi mejilla. El pulgar de su mano, cálido, se posó suavemente sobre mi piel, justo donde el helado había dejado un rastro frío.
Lo limpió con una suavidad que me hizo contener la respiración. Su pulgar rozó la comisura de mis labios, y la yema de su dedo se detuvo allí por un instante, una caricia diminuta e involuntaria.
Sentí un ardor inesperado subiendo por mi cuello. Me sonrojé, algo que no hacía desde la adolescencia. El hombre que compartía su trauma y el estofado de carne conmigo acababa de hacerme sentir una sacudida eléctrica con solo limpiar mi cara.
Agustín retiró su mano con brusquedad, como si el contacto lo hubiera quemado.
—Lo siento —murmuró, su voz apenas audible. Se enderezó, encendió el coche y puso las manos en el volante con un agarre firme.
El resto del camino fue en silencio. Un silencio pesado, cargado con el olor a pintura, el dulce aroma del helado y la pregunta que flotaba entre nosotros: ¿Qué acababa de pasar? Y lo que era peor, ¿cómo íbamos a fingir que no había pasado nada cuando nos tocaba armar estanterías?