Insomnio para Dos

Capítulo 18: La Gravedad un Instante

Narra Agustín

El viaje de regreso fue cargado, pero no incómodo. El silencio estaba saturado por la adrenalina del concurso de helados y el recuerdo del roce de mi pulgar. Era una intensidad extraña; no era la incomodidad de la primera cita fallida, sino la conciencia de dos cuerpos que ya sabían exactamente a qué temperatura estaba el otro.

Al llegar al edificio, descargamos las bolsas. El apartamento de Tamara, vacío y resonante, era el lienzo perfecto para empezar de cero. Ella se puso manos a la obra con una eficiencia quirúrgica, desembolsando las brochas y la pintura.

—Tú con el amarillo ocre —me ordenó Tamara, ya abriendo las cajas de las repisas—. Yo empiezo con el ensamblaje.

Empecé a pintar la pared principal. El color amarillo ocre era cálido, valiente, como ella había dicho, y contrastaba con el gris pálido del resto del apartamento. Tamara, en cambio, se detuvo frente a la pared opuesta.

—Esta pared se queda en blanco, Agustín —decidió. —No voy a comprometerla todavía. Es mi pared de oportunidades.

Acepté. Era un contraste directo con mi pared de garabatos. Ella dejaba el futuro virgen; yo lo tenía marcado por el pasado.

Colgamos las repisas con una sincronización sorprendente. Mi fuerza bruta para el taladro se unió a su precisión milimétrica con el nivel. Mientras atornillábamos y pintábamos, desempacamos los libros de las cajas. Fue una forma extraña de conocer su mundo.

—Para alguien que ama la estructura, tienes mucha ficción aquí —comenté, notando la variedad de novelas de aventuras y arte.

—Mi estructura es mi armadura, no mi pasión —respondió, y el tono se volvió ligero—. De hecho, me encanta dibujar. Es caótico, es solo para mí. ¿Y tú, Director? ¿Aparte de pastorear niños?

—Viajar —respondí, sintiendo el impulso de compartir un poco de mi yo pre-Elena—. Antes éramos exploradores por el abecedario. Me encanta descubrir lugares nuevos. No solo la geografía, sino la forma en que el mundo funciona sin mis reglas.

La conversación se hizo más profunda. Le pregunté sobre su familia, esperando la típica historia de padres y mudanzas. Ella, sentada en el suelo lijando un borde, se puso seria.

—No tengo familia, Agustín. No tengo a nadie que me dé bendiciones como tus suegros. Crecí entrando y saliendo del sistema de adopción. Cuando falló, simplemente me convertí en la única persona en la que podía confiar. Por eso las listas son tan importantes. Si tú no te organizas, nadie lo hará por ti.

La revelación me golpeó con la fuerza de un puñetazo. Esa frialdad inicial, esa independencia absoluta, no era arrogancia; era una cicatriz. Su falta de pasado contrastaba con mi exceso de él.

Me subí a un pequeño taburete para colgar un cuadro que había encontrado en una caja, cerca de la pared que pintábamos.

—Bueno, yo estoy aquí —le dije, intentando aligerar el momento. —Y Lucas es muy bueno con los crayones, si necesitas ayuda para dibujar algo caótico.

En ese instante, su pie resbaló en una pequeña gota de pintura. El taburete se tambaleó.

Grité su nombre por instinto. Ella reaccionó de inmediato. Solto el cuadro y, para no caer de bruces sobre las repisas, me giré. La agarré por los brazos para estabilizarnos, pero la inercia era demasiado fuerte.

Caímos al suelo en un desorden de cuerpos y brochas. Cuando el golpe amortiguado terminó, yo estaba recostado contra la pared recién pintada , y ella estaba justo encima de mí. Su cuerpo estaba presionado contra el mío, su respiración agitada contra mi cuello. Podía sentir el peso ligero de su cadera sobre mi abdomen.

Nuestros ojos se encontraron. A esta distancia, su mirada era de un marrón intenso, brillante, amplificado por la cercanía. Podía oler la frescura de su champú y el leve aroma residual del helado.

Ella no se movió. Yo tampoco pude. La fuerza de gravedad, que debió haberla levantado, parecía mantenerla anclada a mi cuerpo. No había pánico, no había vergüenza. Solo una intensa, palpitante conciencia.

El tiempo se detuvo en el olor a pintura y la promesa de una catástrofe. Sus ojos me preguntaban algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.




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