Insomnio para Dos

Capítulo 20: Deseo

Narra Tamara

El lunes por la mañana, después de nuestro fin de semana de pintura ocre, el apartamento ya no se sentía como una prisión, sino como un proyecto. Pero hoy tocaba cumplir con mi parte del trato.

Agustín me invitó a su oficina en la escuela, que, a diferencia de su apartamento, era un laberinto de carpetas y recibos. Me mostró los libros contables de las diez sedes. Al abrirlos, sentí una extraña reverencia.

—Estos son los registros que llevaba Elena —dijo Agustín, con un tono casi sagrado.

Me quedé asombrada. Las anotaciones de Elena eran un prodigio de la organización. No solo los números cuadraban, sino que había notas a mano sobre las tendencias de precios de los insumos y la eficiencia del transporte. Era un trabajo minucioso, lleno de una dedicación que iba más allá del deber. Entendí por qué Agustín la admiraba tanto: ella era la precisión con alma.

—Elena era brillante —admití, sintiendo una punzada de respeto genuino. —Esta contabilidad es impecable.

Empecé a rastrear la fractura. El caos, el verdadero desorden que amenazaba con la inspección, no era culpa de la gestión diaria. Llegué al punto de inflexión con una claridad cristalina.

—Aquí está —dije, señalando una entrada con un bolígrafo—. Los números empiezan a bailar y las facturas se acumulan aproximadamente un mes después de la partida de Elena. Hay un vacío administrativo de tres meses donde nadie consolidó nada. Los empleados de cada sede manejaban sus presupuestos sin supervisión central. Es un problema de proceso y comunicación, no de insolvencia.

Pasé la siguiente hora dándole consejos rápidos: cómo automatizar la consolidación de diez libros en uno, qué proveedores pagar primero y qué excusa legal usar para ganar tiempo con los más agresivos. Sentí la euforia familiar de estar en mi elemento, de usar la estrategia para salvar algo real y tangible.

—Necesitas un sistema de comunicación centralizado, Agustín —le dije, sintiéndome ya en mi traje de consultora—. Si hacemos esto, podemos detener la hemorragia de efectivo.

Agustín, que había estado observándome con fascinación, parecía más tranquilo. La esperanza había vuelto a sus ojos.

Sentí un impulso repentino. El juego del sábado, la tensión de la caída, todo se resumía en una sola idea: hacer que esto fuera divertido, hacer que el riesgo valiera la pena.

Cerré el libro de cuentas con un golpe seco y me acerqué a su escritorio. Me apoyé con las manos a cada lado de su silla, acercando mi rostro al suyo. La cercanía no era accidental como en el coche; era deliberada, cargada con la confianza de una mujer que sabe que acaba de salvar un negocio.

—Agustín, te solucioné el diagnóstico. Ahora, el tratamiento —le dije, manteniendo mi voz baja y firme—. Tienes a los proveedores histéricos. Yo puedo hacer que dejen de serlo. Pero tienes que saber que soy muy competitiva.

Él me miró directamente a los ojos, con esa intensidad de la que ya estaba dolorosamente consciente. —¿Cuál es el juego, Tamara?

—Te garantizo que solucionaré el problema de los proveedores y conseguiré que te den una extensión de pago de noventa días para todas tus sedes. Pero solo si lo hago en menos de dos días —dije, sintiendo cómo mi pulso se aceleraba con la emoción del desafío.

Me acerqué un poco más.

—Si lo logro, tú me cumples un deseo. Uno que no tiene nada que ver con muebles ni con dinero. Un deseo de mi elección.

Agustín sonrió, y esa sonrisa desarmó mi armadura. Era un juego peligroso.

—Me gusta la apuesta, Miss Princesa. Pero soy un hombre de negocios. Si no lo logras, si en dos días mis proveedores siguen tan "histéricos" como dices... —Hizo una pausa, su voz se hizo grave, y se inclinó hacia mí—. Entonces, yo tendré un deseo. Y tú no podrás negarte a cumplirlo.

Asentí, sintiendo el escalofrío. Ambos sabíamos que el "deseo" no era para pedir un nuevo juego de bolígrafos.

—Trato hecho, Director. Que comience la cuenta regresiva.




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