Narra Tamara
El reloj había comenzado a correr. Cuarenta y ocho horas para convertir a un grupo de proveedores histéricos en aliados dispuestos a conceder noventa días de gracia. Era la clase de crisis financiera que me devolvía la vida. Me instalé en la pequeña oficina que Agustín me había cedido, rodeada de pilas de facturas atrasadas.
La rutina fue brutal. La noche del lunes y todo el martes fueron un borrón de café fuerte, llamadas a larga distancia y hojas de cálculo. Mi estrategia era sencilla: no mentir, no prometer dinero que no teníamos, sino demostrarles, con cifras meticulosas, que la escuela era solvente, pero que el sistema de pagos se había roto temporalmente. Si veían orden, creerían en la recuperación.
Agustín no me molestó, pero le daba reportes cada seis horas. Lucas seguía con sus abuelos y ellos se encargaron esos 2 dias de llevarlo y traerlo a la guarderia, dejándonos en un silencio de trabajo tenso.
En un momento de mi frenesí de llamadas, la asistente de Agustín, una mujer que se llamaba Patricia, se acercó a mi escritorio. Era reservada y observadora. Dejó caer una pequeña caja de cartón sin decir una palabra.
—Gracias, Patricia, ¿qué es esto? —pregunté, sin dejar de escribir una fórmula de refinanciamiento.
—Son sellos nuevos y bolígrafos. Los que usa el Director. Para que se vea más profesional —dijo con una media sonrisa, y se fue.
Fue un gesto pequeño, pero me hizo sentir que ya no era la "mujer que canta baladas," sino una colega.
La negociación fue un campo de minas. Había tres grandes proveedores que concentraban el mayor riesgo.
El Sr. Ramos (Alimentos)
El primero fue el Sr. Ramos, el proveedor de alimentos. Un hombre de negocios puro que amenazaba con acciones legales inmediatas. Le mostré una proyección de flujo de caja para el próximo trimestre, demostrando que tendríamos el dinero, pero solo si nos daba ese margen. Le hablé en su idioma: retorno de la inversión, riesgo medido. Él cedió, no por caridad, sino por la lógica de mis cifras. Un mes de prórroga asegurado.
La Sra. Linares (Mantenimiento y personal docente)
La Sra. Linares, que manejaba los servicios de mantenimiento, era más emocional. Ella no amenazaba con abogados; me dijo, al borde de las lágrimas, que no podía pagar el sueldo de sus propios empleados. Con ella, no usé el Excel. Le prometí un pago parcial inmediato (el dinero que había rastreado de las pensiones atrasadas) y le aseguré que el resto llegaría. Se calmó. Conseguí la extensión de noventa días, pero me costó media hora de pura empatía.
Matías Torres (Materiales Didácticos)
El último y más grande era el proveedor de materiales didácticos y libros. Cuando llamé a la línea directa de su empresa, me pasó con el director de ventas: Matías. El nombre me sonó. Cuando su voz se aclaró al otro lado de la línea, mi cerebro hizo clic.
—¿Tamara Mendeley? ¿Eres tú? —Matías, mi exnovio del colegio, el chico que me enseñó a saltarme clases para ir por helados.
—Hola, Matías. Sí, soy yo —respondí, intentando mantener la voz de "consultora seria," a pesar de que recordaba su terrible gusto musical. —Estoy llamando en nombre de La Escuela Formativa Semillero del Mañana para discutir el saldo pendiente.
Matías fue profesional, pero la familiaridad no desapareció. Logré negociar con él exactamente el mismo acuerdo que con la Sra. Linares, usando una mezcla de honestidad sobre el impasse administrativo y la promesa de una relación comercial futura.
Cuando el acuerdo estuvo sellado, Matías se rió.
—Mira, Tami. Me salvaste el trimestre, y te ves igual de determinada que en el anuario. Ya que estás en la ciudad, y ya que estamos en buenos términos... ¿me aceptarías una cita? Nada de planes, solo tomar un café y ponernos al día.
Sentí una punzada de incomodidad. El juego con Agustín era una ficción controlada; Matías era una realidad incómoda del pasado.
—Estoy... muy ocupada, Matías. Acabo de empezar en este nuevo trabajo. Pero te lo agradezco. Tal vez en otro momento —mentí. Colgué antes de que pudiera debatir.
Me froté la frente. Había cerrado los tres tratos importantes. Eran las 7:00 PM del martes, justo a tiempo para que Lucas regresara. El reloj mostraba cuarenta y siete horas de trabajo.
Había ganado.
Me levanté y caminé hacia la oficina de Agustín, con una sonrisa triunfal. Lo encontré revisando horarios.
—Director —dije, apoyándome en el marco de la puerta. —¿Aún me quedan dieciocho minutos de plazo?
Él levantó la vista. —Sí, Tamara. Pero no tengo esperanzas.
—Pues puedes empezar a pensar en qué deseo vas a cumplir. Los tres mayores proveedores, extensión de noventa días, firmada y sellada por correo electrónico.
La sorpresa y el alivio inundaron su rostro. Me miró como si fuera una maga.
—Lo hiciste. ¿Cómo lo lograste?
—Es simple. Las listas me enseñaron a amar la lógica, y tu tristeza me dio el motivo. Y ahora, Agustín... —Me acerqué y apoyé una mano en su escritorio, inclinándome justo como él lo había hecho al proponerme la apuesta—. Dime, Director. ¿Cuándo cumples mi deseo?