Insomnio para Dos

Capítulo 22: El Deseo de la Valiente

Narra Agustín

Eran las 2:00 AM. El insomnio seguía siendo mi compañero fiel, pero al menos ahora lo compartía con algo más productivo que el café y la culpa. Los últimos dos días, gracias al frenesí de Tamara, me había concentrado en la escuela, no en el accidente. La amenaza de la quiebra se había desvanecido, y con ella, un poco del peso en mi pecho.

Salí al balcón, llevando mi té de hierbas habitual. La noche estaba tranquila, marcada solo por el débil sonido de un grillo.

Y allí estaba ella, en su balcón. Pero no era la "Miss Princesa" de la tarde, ni la furiosa cantante del pasado.

Tamara estaba apoyada en la barandilla, con el cabello suelto, cayéndole en ondas oscuras sobre los hombros. Llevaba una bata ligera que, a la luz tenue de la ciudad, dejaba mucho a la imaginación, insinuando la delicada línea de su cuello y sus piernas. Era una visión vulnerable y, a la vez, poderosa. La ejecutiva de alta gerencia, desnuda de su armadura.

Nuestras miradas se encontraron sobre la pared divisoria. Ya no había necesidad de hablar de Daniel o de proveedores; el silencio era un lenguaje que entendíamos.

—Sé que son las dos de la mañana —dijo ella, con la voz suave—. Pero es mi momento de mayor valentía.

—Parece que lo has estado ejercitando, ¿no? —repliqué, pensando en el rescate financiero que había logrado en tiempo récord.

—Gané el juego, Agustín —dijo, sonriendo con esa chispa de competencia que me fascinaba—. Y si voy a cumplir el deseo, necesito el ambiente correcto.

Me invitó a pasar a su apartamento. Entré por primera vez en su "nuevo" espacio desde nuestra colisión. El cambio era dramático. Los estantes estaban colocados perfectamente, llenos de libros y carpetas. La pared ocre era un sol cálido en la noche. Todo estaba ordenado, meticuloso. Un refugio.

En la mesa del comedor, vi su portátil abierto y montones de papeles. Ella todavía estaba trabajando, canalizando su insomnio en la estructura.

—Te felicito, Tamara —dije, observando el orden. —Es increíble lo que has hecho.

Ella se giró, con los brazos cruzados, y me miró con una seriedad que no era de negocios.

—No me digas que es increíble. Solo dime que cumplirás tu palabra.

—Siempre. Tienes mi palabra, Tamara. Estoy dispuesto a cumplir tu deseo. Lo que sea.

La observé, esperando algo extravagante, algo costoso, o tal vez algo que rompiera el acuerdo tácito de "no podemos hacer esto."

Ella se acercó un paso. —Mi deseo no es difícil, Agustín. No es dinero, no es una cita.

Hizo una pausa, dejando que la tensión se acumulara.

—Quiero que tomes tu cuaderno. El que tiene las letras. Quiero que me leas una historia de uno de tus viajes con Elena. Quiero escuchar cómo era ella.

Me quedé helado. Mi deseo era que me mostrara su caos, y el suyo era que yo le mostrara mi dolor más preciado. Quería la verdad de mi corazón, no mi cuerpo.

Una sonrisa lenta se dibujó en mi rostro. Era un deseo tan puro, tan anclado en la conexión que había visto en mis suegros, que me desarmó por completo.

—Eso es... un deseo muy valiente, Tamara —dije, sintiendo un calor inesperado en el pecho.

Ella se acercó. Solo un paso más. La distancia entre nosotros ahora era solo de centímetros. Ella se puso de puntillas y, con una suavidad que contrastaba con su fuerza analítica, me dio un beso tierno en la mejilla, justo al lado de mi boca.

—Ahora ve por el cuaderno —susurró, con un tono que no admitía debate. —La letra que tú elijas.

Y ese suave roce, un simple beso en la mejilla, se sintió más profundo y más peligroso que cualquier beso que hubiera imaginado.




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