Insomnio para Dos

Capítulo 23: La Hora Rota

Narra Agustín

El beso de Tamara en la mejilla fue como un fusible que se quema lentamente. No fue un acto de pasión, sino de extrema ternura y control, que me desarmó más que cualquier seducción. Su deseo era simple: quería el mapa del corazón de Elena.

Regresé a mi apartamento, tomé el té ya frío y el cuaderno pesado. Al volver a su sala, me senté en una de las sillas que ya había colocado bajo la pared ocre. Ella se sentó frente a mí, con una expresión seria y expectante.

Abrí el cuaderno, mis dedos temblando ligeramente. Decidí no buscar una letra. Cerré los ojos, lo abrí al azar y señalé una página.

—I, de Islandia —le dije.

Empecé a leer la caligrafía vibrante de Elena, que narraba la persecución de las Auroras Boreales. Le conté sobre el frío extremo, la frustración de las nubes y cómo, a las 3:00 AM, bajo un cielo que explotó en luces verdes y violetas, salimos corriendo para acercarnos más a la costa.

—En la oscuridad, saltamos sobre unas rocas volcánicas resbaladizas. Yo fui torpe —relaté, y me remangué el pantalón. En mi pantorrilla, justo al lado del tobillo, se veía una pequeña cicatriz blanca y curvada.

—Me caí en el hielo y la roca me abrió la piel. Una herida estúpida, pero profunda. Cuando sanó, meses después, me la tatué —dije, señalando el dibujo que había encima de la cicatriz. Era un reloj de arena.

Tamara miró el tatuaje con fascinación.

—Elena también tenía uno —continué, sintiendo que la garganta se me cerraba—. Pero el de ella estaba roto. La línea de vidrio estaba rota a un lado, y la arena se derramaba incontrolablemente.

—¿Qué significaba? —preguntó Tamara, con un susurro.

—Para ella, significaba que el tiempo no debe medirse ni guardarse. Que la vida se vive ahora, sin planes y sin arrepentimientos. Mi reloj de arena, el que está intacto, siempre ha sido mi deber, mi medida. Mi forma de control.

Al pronunciar la última palabra, el peso de la pérdida y la culpa me golpeó. La diferencia entre nuestros tatuajes era la diferencia entre nuestras vidas. La lágrima que había estado conteniendo se deslizó silenciosamente por mi mejilla.

En un instante, la consultora y la princesa desaparecieron. Tamara se levantó, me rodeó con sus brazos y me abrazó con una fuerza desesperada. No había palabras, solo la calidez de su cuerpo contra el mío, un ancla en la tormenta del recuerdo.

Su acto fue tan puro que me atreví a devolverle una parte de la ternura. La separé ligeramente, miré su rostro iluminado por la luz de la mesita de noche, y le di un beso lento y suave en la frente, justo donde su cabello se unía a su piel. Era una bendición, un agradecimiento por el consuelo.

Ella sonrió. Y con una coquetería que me derritió, acercó su rostro y me dio un beso juguetón en la punta de la nariz.

El juego había ido demasiado lejos. La inocencia se había roto. La situación se volvió electrizante, la memoria se disipó y el deseo nubló mi juicio.

Mi respiración se aceleró. Acercando mi boca a la curva de su cuello, no pude detenerme. Le di un beso húmedo y desesperado justo debajo de su oreja.

Tamara se estremeció y dejó escapar un pequeño gemido, un sonido vulnerable que me recordó que ella estaba tan perdida en ese momento como yo.

Ese sonido fue la alarma de incendio. Fue el grito de "no podemos hacer esto."

Me separé de ella tan bruscamente que la silla casi se cae. La miré, mis ojos debían reflejar la misma mezcla de deseo y pánico que sentía. El acuerdo había sido sobre estantes y presupuestos, no sobre esta peligrosa rendición.

—No... no podemos —logré decir, mi voz temblando. —Buenas noches, Tamara.

Ella entendió. Se enderezó, su rostro ruborizado pero firme.

—Buenas noches, Agustín. Y gracias por la historia.

Salí de su apartamento sintiendo el fantasma de su cuerpo, el recuerdo del gemido y la certeza de que el reloj de arena de mi vida, por primera vez desde la muerte de Elena, estaba peligrosamente cerca de romperse.




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