Insomnio para Dos

Capítulo 25: La Bendición

Narra Tamara

A la salida de la guardería, la rutina se impuso como siempre. Agustín llegó con el coche. Lucas me recibió con un abrazo y un torrente de preguntas sobre las galletas. Éramos una tríada funcional: el padre protector, el niño entusiasta y la administradora eficiente.

—Necesitamos reponer existencias —me dijo Agustín, revisando una lista mental. —Iremos al supermercado antes de casa.

Me resigné. Las compras no eran mi fuerte, pero ir con ellos era ahora parte del paisaje.

Llegamos al supermercado y la domesticidad se instaló. Discutimos si comprar yogur entero o desnatado y si Lucas había comido suficientes vegetales esa semana. Era la vida real, cómoda, sin la presión de una lista de casillas que dictaran nuestro éxito.

Llegamos al pasillo de los juguetes porque Lucas se había ganado una recompensa. Mientras Agustín deliberaba con el niño sobre si un robot o un dinosaurio era la mejor inversión, yo me preparé. Era el momento de decirle lo de Matías. Necesitaba que lo supiera antes de que la conversación nocturna sobre Islandia me hiciera arrepentirme.

Abrí la boca para hablar. —Agustín, necesito contarte algo sobre el almuer...

—¡Ay, qué bonita familia! —Una señora mayor, con un carrito lleno de verduras y un chaleco de lana, se detuvo justo a nuestro lado y nos sonrió con calidez.

Agustín y yo nos separamos por un reflejo.

—Señora, disculpe, nosotros... —empecé a negar.

—¡Tonterías! —nos interrumpió la mujer—. Se ven divinos juntos. Él es tan elegante y usted tan viva. ¡Y qué niño tan lindo! Es una alegría ver parejas tan bien compenetradas.

Ella nos dio un guiño y se fue por el pasillo. La breve interacción dejó un silencio incómodo a su paso, un silencio lleno de la verdad que ambos negábamos.

Me aclaré la garganta, sintiendo cómo el rubor volvía a mis mejillas. La negación había sido validada por un tercero.

—Estábamos a punto de contarte sobre el almuerzo —dije, sintiéndome defensiva.

Agustín recogió un robot y lo puso en el carrito. —¿Qué pasó? ¿Intentaste cobrarle a alguien en la cafetería?

Le conté sobre Matías. Cómo me había buscado, cómo me había invitado a cenar, y cómo había aceptado la invitación con la condición de confirmarle.

Esperaba cualquier cosa: un gesto de molestia, una ceja levantada, una pregunta sobre las intenciones de Matías. Esperaba que se pusiera un poco celoso, que rompiera el acuerdo tácito de que no éramos nada.

En cambio, Agustín me miró con una calma que me frustró.

—Me parece bien, Tamara —dijo, con una sinceridad aplastante—. Tienes que ir.

—¿Ir? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago—. Él no es Daniel, Agustín. Es... un tipo de mi pasado.

—Precisamente. Es alguien fuera de esta burbuja —dijo, empujando el carrito por el pasillo de las galletas—. Has pasado seis meses salvando mi empresa y pintando tus paredes. Tu vida no puede ser solo orden y contabilidad. . Tienes que volver a lanzarte al agua y ver si todavía sabes nadar.

El comentario me dolió. Era su manera suave de recordarme que estábamos en una pausa, una zona muerta de la que yo necesitaba salir.

—Tienes razón —dije, asintiendo para mí misma, aunque el convencimiento no era total—. Le diré que sí. Pero no te preocupes, Agustín. No creo que surja nada serio con Matías. Él es inmaduro, y yo ya superé a los chicos que solo quieren pasar el rato.

Lo miré, buscando una réplica, un signo de que él entendía lo que Matías representaba: una amenaza a nuestra cómoda inercia.

Agustín solo sonrió ligeramente, empujó el carrito y me cedió el paso. —Perfecto, Tamara. Entonces ve a divertirte.

Me sentí liberada, pero extrañamente decepcionada. Él había aceptado el riesgo, me había dado su bendición. Y ahora, tenía que ir a cenar con Matías.




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