Narrado por Tamara)
El taxi me dejó en un restaurante italiano en el centro. Me sentía fuera de lugar; hacía tanto que no usaba ropa que no fuera a prueba de niños o de auditorías. Había dejado a Lucas y a Agustín, mi extraña burbuja familiar, para enfrentarme a un fantasma de mi pasado.
Matías no me decepcionó en su intento de impresionar.
—Estás increíble, Tamara. Más enfocada, pero con ese fuego que siempre tuviste —dijo al recibirme.
Su inmadurez del colegio había sido reemplazada por una seguridad pulida. Había invertido en una barba bien cuidada y un traje que denotaba éxito. La cena fue agradable. Nos pusimos al día; él me habló de su crecimiento empresarial y yo, curiosamente, le hablé más del caos de la guardería que del orden de mi consultoría. Matías me escuchaba con atención, sin tratarme con la piedad que Daniel me había ofrecido, ni con el respeto silencioso de Agustín.
—Siempre fuiste demasiado lista para quedarte con Daniel —me dijo Matías, bebiendo su vino. —Lo tuyo eran los retos, no las listas de tareas.
Ese comentario me hizo sentir vista, aunque la idea de que Matías me entendiera era perturbadora.
Al terminar la cena, Matías no quería que la noche acabara.
—Conozco un sitio. Música que no es de funeral. ¿Vienes?
Dudé. Mi cama me llamaba, la tentación de volver al silencio de mi apartamento era fuerte. Pero la imagen de Agustín en su balcón, dándome permiso, me empujó.
—Vamos —dije, sintiéndome extrañamente libre.
El bar era ruidoso y vibrante. La música latina llenaba el aire. Matías me guió a la pista de baile. El vino de la cena se mezcló con un par de copas más en el bar. Yo era una bailarina reservada, pero el alcohol y la música de mi adolescencia se apoderaron de mí.
Empezó a sonar una canción con un ritmo pegadizo, de esos que te obligan a moverte. Una canción que te apaga el cerebro y enciende el cuerpo, algo sobre "movimiento de cadera."
Matías era un buen bailarín. Me acerqué a él, dejé que el ritmo me llevara. Bailamos muy pegados, muy cerca, con la intimidad desordenada que el alcohol permite. Matías me sostuvo por la cintura, y yo apoyé mis manos en sus hombros. Me reí, algo que no hacía de forma tan despreocupada en meses.
La risa se convirtió en un suspiro, y el calor del cuerpo de Matías, el sonido de su respiración en mi oreja, se mezcló con el recuerdo del beso de Agustín en mi cuello y el calor de mi cuerpo sobre el suyo en el suelo de mi apartamento.
En un instante borroso, la música, el alcohol y la cercanía me engañaron. El rostro de Matías se difuminó, y de repente, no estaba bailando con un chico de mi pasado. Estaba bailando con el hombre de mi presente, con el director con ojos tristes que me leía historias sobre el tiempo roto.
La necesidad fue más fuerte que mi control. Me abalancé sobre Matías, lo agarré por el cuello de su camisa y le planté un beso profundo y desesperado en la boca. No fue el beso tierno de la mejilla; fue el beso que no le di a Agustín en el coche.
Al separarme, con la respiración entrecortada y los ojos cerrados, el alcohol soltó la única verdad que mi subconsciente quería expresar.
—Hemos estado hablando de esto por mucho tiempo, Agustín... —susurré, jadeando.
Abrí los ojos. Matías me miraba con una expresión de perplejidad y una sonrisa confusa. El nombre que había salido de mis labios no era el suyo. El hombre que acababa de besar no era el hombre que quería besar.
El shock fue tan grande que la borrachera se disipó al instante. Me separé de Matías, sintiendo un mareo horrible que no era por el alcohol, sino por la traición a mí misma.
—Yo... Lo siento, Matías. Necesito irme —dije, agarrando mi bolso.
Salí del bar casi corriendo, dejando a Matías solo en la pista de baile, sin esperar una explicación. Solo quería volver a la única estabilidad que conocía: mi apartamento ocre y la luz de la madrugada en el balcón de Agustín.