Narra Tamara
El taxi me dejó en la esquina, y la vergüenza me obligó a pagar de más. Subí los escalones sintiendo que el alcohol había sido reemplazado por la bilis. Había besado a Matías, pero había pronunciado el nombre de Agustín. Había traicionado mi propio código de conducta de una manera tan absurda que mi cerebro analítico se había apagado. Solo me quedaba una cosa por hacer: la confesión.
Eran alrededor de las 4:00 AM. La misma hora en que Agustín y yo solíamos iniciar nuestras conversaciones. Fui directamente al balcón. Lo encontré de pie, solo, con una figura oscura y tensa. Pude oler el humo: un olor a cigarrillo que no había sentido en su apartamento. Estaba rompiendo sus propias reglas.
—Agustín —dije, sintiendo la desesperación—. Volví. No fue bien. Yo...
Él se giró. Sus ojos grises, en la penumbra, eran puro tormento. Él estaba tan roto como yo.
—¿Te divertiste? —preguntó, su voz rasposa, el eco del humo.
—No. Yo... no puedo hacer esto, Agustín. Me di cuenta de que no sé nada, y que la única razón por la que pensé en ir con Matías es porque esta rutina que tenemos se ha vuelto mi nueva forma de no enfrentar nada.
Me acerqué a la pared divisoria, sintiendo la necesidad de desahogarme.
—Fue un desastre. Me emborraché, bailé con él, y en un momento, justo cuando me besó... yo... yo pensé que era...
Estaba a punto de decir su nombre. Iba a decirle que había gritado "Agustín" en la boca de otro hombre.
Pero él no me dejó terminar.
Agustín me miró con una expresión de desconcierto, de dolor y de furia controlada, como si mi confesión fuera la última gota. En lugar de responder, se dio la vuelta bruscamente y regresó a su apartamento, cerrando la puerta corredera de su balcón.
Me quedé allí, congelada, con la palabra "Agustín" atorada en mi garganta. Me había dejado con la palabra en la boca, castigándome con su silencio y su retirada.
Sentí el pánico. La burbuja se había roto.
Me giré para entrar a mi sala, sintiendo una mezcla de rabia y vergüenza. En ese momento, escuché un golpe fuerte y urgente en mi puerta principal.
Era Agustín.
No esperó a que hablara. Entró con una velocidad y una determinación que nunca le había visto. La calma del director de escuela se había desvanecido. No dijo una palabra.
Me agarró por la nuca con una mano, su agarre era firme y demandante, y me atrajo hacia él. Sus labios se estrellaron contra los míos.
El beso fue un acto de frenesí. No era tierno como el de la mejilla, ni accidental como el de la pintura. Era una colisión, una necesidad primigenia y desesperada. La tensión de los últimos seis meses explotó en nuestras bocas. Él me besaba con la urgencia de quien ha estado muerto de sed. Yo le devolví el beso con la misma furia, aferrándome a su camisa.
Nos besamos en el umbral de mi puerta, con las bolsas de la despensa todavía a la vista. Sus manos se movieron a mi cintura, atrayéndome con una fuerza que me hizo gemir de nuevo, pero esta vez, el sonido fue de pura rendición.
Nos separamos, solo para mirarnos. Sus ojos estaban oscuros, sin rastro de racionalidad o Elena. Solo estábamos nosotros, en ese instante de anarquía total.
—Ya no puedo esperar —murmuré.
No hizo falta más. Agarré su mano, que todavía temblaba en mi cintura, y lo guié hacia mi dormitorio.
Caímos sobre la cama, la ropa crujiendo bajo el peso. No había planes, solo instinto. Le quité la camisa mientras él profundizaba el beso, un beso que ya no era una pregunta, sino la única respuesta que necesitábamos. El juego había terminado. La complicidad se había convertido en fuego.