Narra Agustín
Cuando dijo que su boca estuvo en la boca de otro hombre, mi control se desintegró. No era rabia, era la confirmación de que la complicidad de los últimos seis meses no era un refugio seguro, sino un campo de minas. Había huido a mi balcón, no por honor, sino por el miedo de lo que esa verdad significaba.
Pero al verla en el umbral de su puerta, vulnerable y avergonzada, supe que la razón había perdido la batalla. El impulso fue primitivo. La agarré por el cuello, no para hacerle daño, sino para anclarla a mí, para borrar el rastro de Matías y el sabor del miedo.
El beso fue un desastre, un huracán de deseo que no tuvo nada de la ternura medida que habíamos compartido. Era la frustración, el insomnio y la mentira de "no podemos hacer esto" explotando de golpe.
Me aferré a ella con frenesí en el marco de la puerta. Sus labios eran la única prueba de que yo estaba vivo. El olor a su perfume nuevo se mezcló con el humo que yo había roto por su causa. La urgencia me hizo seguirla a la habitación, el único lugar donde la verdad no necesitaba palabras.
Caímos sobre la cama. Mis manos recorrieron su cintura, sintiendo la suavidad de su piel bajo la tela. Ella me devolvía los besos con una necesidad que igualaba la mía. Por un instante, el recuerdo de Elena se desvaneció, reemplazado por la intensa realidad de Tamara, la mujer que me había salvado de la ruina y que ahora me ofrecía algo que creía no merecer.
La respiración me falló. Con un esfuerzo que me costó más que cualquier negociación con proveedores, me separé. Me apoyé sobre mis codos, jadeando, mirando sus ojos. Sus ojos, antes llenos de listas, ahora eran lagunas oscuras de deseo.
—Espera —logré decir, mi voz ronca.
Ella no protestó. Su mirada me preguntaba: ¿Por qué ahora?
—Tamara... No puedo. No puedo hacer esto —confesé, sintiendo un dolor punzante en el pecho—. Te juro que te deseo, lo siento con una intensidad que me asusta. Pero esto es lo máximo que puedo darte. Puros besos intensos.
Ella me escuchaba con la calma de la mujer que planea una estrategia, pero con el cuerpo temblando bajo el mío.
—No estoy listo —continué, la honestidad quemándome la lengua—. Aún... aún amo a Elena. Y no quiero arruinar esto, la complicidad, la estabilidad que hemos encontrado, por un rato de placer. Te mereces más que eso. Yo no puedo darte más que esto.
Esperaba el rechazo. Esperaba su furia.
En cambio, ella me sonrió, una sonrisa tierna y comprensiva que rompió el último muro que me quedaba. Me acarició la mejilla con una mano.
—No me importa, Agustín. No me importa el límite —susurró, y luego me besó de nuevo, un beso que era una promesa de aceptación—. Yo no necesito más que esto.
Su beso era un pacto, una rendición a mis términos. Si yo solo podía dar besos, ella aceptaría solo besos.
La pasión regresó, más profunda, más consciente. Nos desvestimos lentamente, cada prenda cayendo al suelo como un recuerdo del pasado que ya no tenía cabida. Nos quedamos solo con la piel, la luz tenue de su apartamento jugando con las sombras.
Y allí, en la quietud de su habitación, el juego se detuvo. No hubo nada más que besos intensos y caricias. Fue la intimidad más profunda que había compartido desde la muerte de Elena. Fue una noche de pura piel, labios y almas desnudas, donde el deseo se contuvo por respeto.
No rompí mi promesa a Elena. Pero supe, mientras sostenía a Tamara en mis brazos, que había roto la promesa que me había hecho a mí mismo: que nunca más dejaría entrar el caos. Y Tamara, mi ordenadora de listas, era el caos más dulce que había conocido.