Narra Agustín
Mientras Lucas, con su cara de zombie mal maquillada, saltaba emocionado en el asiento trasero, sentí una paz profunda. Llevaba tres meses saliendo con Tamara, y cada día se sentía más correcto, más anclado a la tierra que mi vida había perdido. El dolor por Elena ya no era una herida abierta que me consumía; era una cicatriz, el recuerdo de un amor precioso que me había enseñado a amar de nuevo.
Sabía que Elena hubiera estado de acuerdo. Ella era vida, era movimiento. Nunca habría querido que mi hijo creciera en un silencio fúnebre. Ver a Lucas reír, atendido y amado por alguien tan genuinamente maravillosa como Tamara, era la prueba de que estaba tomando la decisión correcta.
El plan estaba en marcha. Había comprado el anillo: un diseño simple, pero con un rubí rojo intenso. No un diamante, sino un rubí. Algo vivo, apasionado, que reflejaba el fuego que Tamara había devuelto a mi vida. Había organizado una cena romántica y discreta para la noche siguiente, justo después de Halloween, para tener un comienzo limpio y oficial.
Sabía que Tamara andaba estresada. Su frustración por la falta de un título oficial —el "no somos novios, pero estamos juntos"— era una herida abierta en su necesidad de estructura. Ella necesitaba la validación, la casilla de verificación que dijera: Inversión segura. Y yo estaba a horas de dársela.
Conduje hasta la casa de mis padres. El ritual de dejar a Lucas era reconfortante. Mis padres ya conocían a Tamara y la adoraban por la estabilidad que había traído. Lucas se lanzó a sus brazos, y Tami fue recibida con la misma calidez de siempre.
—¡Hola, hija! Te ves fantástica, aunque el maquillaje de Lucas es aterrador —dijo la abuela, abrazándola.
Nos sentamos un rato, bebiendo té y comiendo las galletas de avena de mi madre. Ver a Tamara interactuar con ellos, la forma en que discutían las últimas novedades de la guardería, cimentaba mi decisión. Ella encajaba. No como un reemplazo de Elena, sino como la siguiente etapa de nuestra familia.
Al cabo de una hora, nos despedimos. Subimos al coche, dejando atrás el calor de la casa de mis padres y el entusiasmo de Lucas, quien ya estaba inmerso en un juego de mesa.
El silencio en el coche era diferente. Estaba cargado de la promesa de la noche.
Llegamos al complejo de apartamentos y aparqué frente a su edificio. Apagué el motor y me giré hacia ella.
—Bien, Administradora —dije, usando nuestro viejo apodo con un nuevo significado—. Tienes dos horas para dejar de pensar en listas y ponerte el vestido que te hace sentir más invencible.
Tamara me miró, la confusión y la alegría luchando en sus ojos. —¿Una cita? ¿Ahora? Pensé que íbamos a organizar el disfraz de mañana...
—Lucas está seguro. Y nosotros merecemos un respiro de la "reestructuración emocional." Vamos a cenar.
La sonrisa que me dio fue una recompensa en sí misma. Toda la tensión de las últimas semanas se disolvió.
—De acuerdo, Director. Una cita. La acepto.
La vi salir del coche, la misma mujer eficiente y brillante, pero con un brillo renovado en sus ojos. Todo estaba listo. La cena, el anillo, el futuro.Todo lo que teníamos que hacer esta noche era relajarnos y disfrutar el preámbulo de nuestra nueva vida.