—Hola...
Las tres empleadas de la cocina levantaron las miradas impactadas.
Mew les sonrió y se acercó a la mesada de mármol negro que brillaba como si la hubieran pulido durante horas.
—¿Usted... es... Maaaa-riii-aaa?— preguntó Mew a la mujer que le había servido el jugo.
Trataba de hablar pausado, de pronunciar cada sílaba claramente para que aquella inmigrante le pudiera entender.
La mujer lo miró extrañado.
—Sé... que no haaaa-blaaaa nuestrooooo i-dio-maaaa, y que eeees nueeee-vaaaa en esteeee traaa-baaa-jo... Solo quieeee-ro saaa-beeeer su nooom-bre.
Las otras dos jóvenes cruzaron miradas rápidas y agacharon las cabezas, concentrándose en sus quehaceres.
La mujer no respondió. Pero Mew no se iba a rendir así que insistió:
— Soooo-lo quieeee-roooo preguuuuun-tarrrrr-le soooo-bre su puuuuul-sera.— Mew gesticulaba nerviosamente con sus manos e incluso había levantado inconscientemente el tono de su voz como si hablar con alguien que no entiende el idioma lo volviera sordo.
— Mi nombre es Elizabeth, llevo seis años trabajando para su familia y hablo su idioma, joven... No hace falta que se esfuerce. Nací hace 60 años a un kilómetro de aquí.
Mew sintió que su rostro se encendía por la vergüenza. Lo único que deseaba era salir corriendo de allí, no sabía si podía volver a mirar a aquella mujer a la cara, después del ridículo que acababa de hacer... Pero respiró profundo y atinó a decir:
— Conocí a alguien llamado Gulf, que le gusta dibujar, y que usa esa misma pulsera. ¿Lo conoce usted?
Elizabeth por fin sonrío y acabó por asentir. Entonces Mew sintió que el tibio sol de aquella mañana de Noviembre , había encontrado la forma de iluminar también su corazón, hasta apagado...