El gélido viento rozaba mi cutis, mientras asomaba indiscretamente el rostro por la apertura que dejaba el vidrio del automóvil en movimiento.
No era usual verme con la lengua afuera y el cabello pegándose a mi cara cuando salíamos de viaje, pero en esa ocasión la temperatura rozaba los cincuenta y ocho grados centígrados, lo cual era mucho más de lo que mi cuerpo flacucho podía soportar. Nunca me habían gustado los viajes escolares y por más que prometieran algo exorbitante y ostentoso en el campamento anual, yo tenía mucho más que claro que, todo era una farsa, sabía muy bien que esos paseítos solo eran excusas que se podían inventar todas las escuelas para gozar del dinero recaudado y por supuesto, despilfarrarlo en cualquier cosa distinta a lo que siempre se decía que supuestamente estaba destinado.
Sin embargo, mis padres eran de ese tipo de papás que disfrutaban más de la ausencia que de la presencia de sus hijos, y cualquier oportunidad que tuvieran para sacarnos de la casa era oro puro para sus cerebros dañados y sucios, porque bueno, ¿qué tipo de padre en su sano juicio querría alejar a sus hijos? Sí, solo los míos.
Mis dos hermanos iban en el otro autobús, el que recorría la carretera según las instrucciones que el conductor de mi carruaje le proporcionaba al de atrás.
Tenía los audífonos muy metidos en el agujerito de la oreja, casi me dejaban sorda, pero yo era de ese tipo de chicas que disfrutaban más el mundo con música de fondo, porque el mundo real no era lo que normalmente te pintan en las películas e incluso en algunos libros y la persona a la que se le ocurriera contradecirme en este mínimo detalle, estaba más que desquiciada.
⸺¡Todos pueden bajar! ¡Con cuidado! ¡Sin pisarse los unos a los otros! ⸺vociferaba una de las guías súper experimentadas en campamentos dentro de bosques tenebrosos, ubicados casi en el fin del mundo. ⸺¡Por favor, chicos, hagan una fila!
Nadie escuchaba u obedecía a la mujer vestida con tonos blancuzcos y un chaleco de color marrón caca, sí, de esa que tienes cuando has comido algo muy pesado para tu organismo.
Por un instante me pareció gracioso el hecho de que ella creyera que en serio toda una multitud de estudiantes, de una escuela pública, le haría caso; era como decirle a un gato que dejara de maullar o a un perro que dejara de batir la cola con emoción cuando su amo llegaba a casa después de un largo día de trabajo. Era algo imposible y totalmente chiflado creer que eso podría llegar a ser posible, porque si hubiese un chico entre la masiva cantidad de adolescentes que, en serio pudiese llegar a obedecer una orden, probablemente escucharía solo a su madre cuando lo amenazaba con quitarle el wi-fi porque no organizó su habitación cuando ya se lo había ordenado.
Agarré mi mochila y la arrastré con brusquedad por toda la larga fila de asientos que tienen esos buses gigantes en la última fila. Carajo, se había quedado atascada como si el contenido en su interior se hubiera expandido a tal punto que ahora ya no eran unos cuantos conjuntos de ropa, era una masa pesadísima y muy gorda que no quería dejarme salir de allí, y que estaba ocasionando una especie de tranconcito. Un tranconcito que, empezaba a tornarse incómodo porque los ojos de varios chicos y chicas se habían clavado sobre mí, además de los resoplidos de fastidio de una pareja que estaba a mi lado y no podía salir por mi culpa.
⸺¡Dios, alguien que ayude a esta chica! ⸺exclamó con fastidio uno de los arrinconados.
⸺Puedo hacerlo sola ⸺dije, aparentemente en un tono muy bajo, porque el idiota seguía gritando.
⸺¡Tenemos prisa! ¡Llamen a un profesor! ¡Alguien!
⸺No, yo puedo…
⸺¡Por favor! ¡No tengo toda la maldita noche!
⸺¡Puedes callarte! ⸺espeté en un tono mucho más alto, que no era usual en mí.
El chico abrió demasiado los ojos, con impresión, con temor y cerro la boca de ipso facto. Al mismo tiempo, los chismosos disolvieron su atención y siguieron su camino con indiferencia.
Solté la correa del bolso, apreté los párpados e inhalé muy profundo, intentando llenar mis pulmones, mi cerebro y todo mi cuerpo de mucha calma. Abrí los ojos y de un solo jalón agresivo, logré hacer que por fin el morral saliera y que misteriosamente mis impulsos de querer romperle la cara al imbécil que tenía parado enfrente, se disiparan.
Sonreí amargamente hacia el par de muchachos y caminé hasta el inicio del autobús para bajar las escaleritas. Choqué con muchos otros chicos que se reían a carcajadas estruendosas y hablaban con emoción sobre lo que harían al otro día.
Había murmullos de varios grupos que supuestamente incumplirían las reglas del campamento, reglas comunes y muy fáciles de cumplir para alguien como yo, pero muy tenaces para alguien como ellos. Cosas como: “Jeremy me dijo que si quería podríamos estar a solas por la noche” y se reían pícaramente cuando lo pronunciaban, como niñas chiquitas a punto de hacer alguna travesura.
Un golpe en mi hombro me sacó de mi estado aburrido y muy tenebroso, era normal que me quedara así, mirando a un punto fijo, parada ahí, sin hacer nada, como un sicario en busca de su próxima presa. Habían sido unos tontos con el ego demasiado alto, de esos que creen tener el mundo muy por debajo de sus pies.
Al igual que antes, mis pupilas solo enfocaban a esos tres que me habían proporcionado el empujoncito. Mi rostro se encontraba levemente cubierto por algunos mechones negros que salían de la coleta que sostenía mi cabello, proporcionándole una oscuridad tétrica y horripilante, de esa a la que no te quieres acercar, porque tus instintos primitivos te advertían que, probablemente el peligro incrementaría con cada paso que pensaras dar, pero bueno, ahí estaba el problema de algunas personas: no le hacían caso a sus instintos primitivos. Lamentable, muy lamentable.
Editado: 24.11.2021