Siempre me he arrepentido de haber confesado a mis amigos –y a otros que no lo eran tanto– durante un verdad o desafío y bajo el efecto de un par de cervezas (porque nunca necesito más) que alguna vez deseé asesinar al hombre que hoy es mi esposo. Que no solo lo anhelé, como quien sueña ganar una medalla de oro en las olimpiadas sin haber entrenado ni un solo día. Sino que hasta llegué a planearlo durante años, en serio.
Claro que mis intenciones nunca fueron, en realidad, ni tan realistas ni tan metódicas. Pero el deseo había, y la motivación, también. No pensaba en el crimen perfecto, sino más bien en un arrebato de locura temporal que me librara de la cárcel en el menor tiempo posible. Perder la custodia de mi hijo nunca fue una opción para mí. Planeaba criarlo dentro de la cárcel.
Pero vamos hacia atrás. ¿Por qué una esposa desearía matar a su marido? Supongo que por multitud de razones. Ninguna de ellas es la mía, ya que, por entonces, no estábamos casados. Y ese fue tan solo uno de mis múltiples motivos.
¿Que por qué no se casó conmigo? A estas alturas, la respuesta a esta pregunta debería estar más que resuelta. A primera vista, la contestación es obvia: ¿quién querría casarse con su potencial asesina? No tienen ni la más mínima idea de la cantidad de personas que nunca se han hecho este tipo de cuestionamientos. Y deberían, como mecanismo de supervivencia.
Necesitamos retroceder aún más. Hacia finales de los noventa. Tuvimos, entonces, una relación. Había mucho en contra: la diferencia de edad –yo tenía diecisiete; y él, veintidós–, la diferencia de clase –él era hijo de un diplomático gringo y yo, pues, era yo–, la oposición implícita de su padre, el embajador, y la ambición desmedida de mi padre, que vio en él la posibilidad de sortear los efectos de la más reciente bancarrota de mi familia.
Pero nada de esto se entendería si no somos precisos en la cronología. Vámonos hasta 1997, para ser exactos. El lugar: una fiesta de mayoría de edad de una buena amiga del colegio, organizada por su padre, el general, en el Círculo Militar la ciudad Capital. El acontecimiento detonante: mi negativa a bailar un set de salsa porque en ese tiempo yo escuchaba música alternativa y me parecía un sacrilegio violentar mi herencia musical adquirida. El punto de giro: él, en el momento en el que se sentó a mi lado izquierdo de la mesa vacía en la que me disponía a comer el pastel de nuez y merengue que nos había sido repartido minutos antes.
–Hola, tú eres la hermana menor de Vero, ¿cierto?
En efecto, esa misma era yo. Asentí.
–¿Te acuerdas de mí?
Por supuesto que me acordaba. Llevaba enamorada de él desde que tenía doce años. De forma anónima, claro, como la mayoría de chicas que lo llegaron a conocer algún día. ¿Quién era yo para él? Pues nadie. Nadie en absoluto. Eso fue lo que me pareció sospechoso.
Tendríamos, entonces, que regresar todavía más. Al punto en el que sucedió todo. El momento inicial en el que coincidimos y sin el que es imposible explicar lo que ocurrió a partir de entonces.
A 1992.
Mi padre estaba a punto de perder la casa. Mi madre lloraba todos los días: en la ducha, en la cocina, sentada en la taza del baño, en la sala, en su cuarto. Su presencia se había convertido en un fantasma lacrimógeno que caminaba, de habitación en habitación, como si recorriera los pasos de un lugar que pronto le sería arrebatado. Paseaba por todos los lugares, excepto por la sala-comedor, que era el territorio depresivo de papá. Se la pasaba sentado por horas a tiempo que miraba a un punto fijo sin hablar, en la penumbra.
Sobra decir que no era una buena época para estar ni vivos ni enamorados.
Dios sabe lo que mis padres hicieron para salvar su único patrimonio. Pero sé que se esforzaban. Nos dejaban encargados en casa de mi tía, a mis hermanos y a mí, mientras se iban por horas a solucionar no sé qué problemas que jamás lograron resolverse. Mi tía era una mujer de ínfulas y pocas pulgas, y obligaba a mi prima y a mi hermana, tres y cuatro años mayores a mí, a llevarme a todos lados para que no estorbara. Es así que me convertí en la mascota de su grupo. En esas circunstancias lo conocí.
La prima gustaba de hacer amistades por encima de sus posibilidades, no se diga de las nuestras. Recuerdo demasiado bien el primer día en que lo vi. En una fiesta del colegio, organizada en algún lugar de moda en esos tiempos. Llegó a eso de las once, porque, según las lenguas, le gustaba hacerse esperar. Iba solo, como era habitual en él, a encontrarse con sus amigos del Colegio Americano en cada reunión de turno. El resto de veces que lo vi, cumplía, casi siempre, el mismo ritual: se detenía en el dintel de la entrada principal, miraba en sentido contrario a las manecillas del reloj, como si escaneara el panorama sin razón alguna, y se quedaba arrimado ahí, por unos minutos, hasta que las chicas, una a una, se acercaban para presentarse o hacerle la conversa.
Las toleraba a todas, pero no por mucho tiempo. Cuando le aburrían, dejaba de hablarles, para ignorarlas, luego, de forma olímpica, hasta que se largaran. Esas eran sus maneras, las chicas estaban de acuerdo y dispuestas a aguantar la humillación, con tal de tener una ligera posibilidad con el hijo único del embajador de Estados Unidos de América.
Le decían El Bateador. Porque se había dado el lujo de rechazar hasta a futuras reinas de La Capital, a modelos o celebridades menores de la televisión nacional y hasta a la hija del alcalde, que en un par de años más se convertiría en presidente. Se fraguaban dos puntuales historias sobre su persona: que posiblemente no le gustaban las mujeres o que tenía una afición malsana por la esposa de su padre, otra exreina de belleza de la aristocracia trasnochada de esta ciudad. En sus cuarenta, pero en plena forma y que derrochaba clase. Yo siempre quise creer la segunda versión, al menos así podría albergar el lujo de una ligera esperanza.