–¿Quieres bailar? –disparó él, unos segundos después de sentarse a mi lado y mirarme como si hubiese visto a una aparición.
Yo no sabía bailar salsa. No sé hacerlo hasta ahora. De modo que me negué con toda la amabilidad de la que fui capaz. Por entonces, de regreso a 1997, un amargo cinismo había tomado mi vida, producto de la vorágine económica que devoraba a mi familia desde hacía cinco años. Todavía me gustaba demasiado –en realidad, nunca lo había olvidado–, pero por entonces tenía mejores cosas en qué pensar, y él solo habría supuesto otro dolor de cabeza para mí, si es que acaso. Pese a ser mi crush definitivo de la infancia, no podía olvidar en él la frialdad –cuando no crueldad– con la que trataba a las mujeres que buscaban su atención con cierta descarada ingenuidad.
Así que no le tenía ni un ápice de confianza.
De regreso a 1992, diré que mi prima y mi hermana hicieron buenas migas con él. Convencidas como estaban de que no tenían ninguna posibilidad romántica, se conformaron con caerle bien sin llegar a acosarlo. Se esforzaron para que fuera el amigo de un amigo quien las presentara, y no tardaron mucho en ganarse su confianza. Decían que no era un mal tipo, solo que estaba bastante fastidiado de que las chicas no lo dejaran en paz. A mí no me lo parecía. Eso no impidió, por supuesto, que me enamorara de su piel pálida, de su cabello negrísimo, del hecho de que era el único hombre que hacía ver sexys a los brackets transparentes, de su metro ochenta y cinco o de su ropa de diseñador, que eran las razones por las que todas lo acosaban, en primer lugar.
A mí nadie me presentaba a nadie, porque yo no era otra cosa que una niña que acompañaba a su hermana mayor a las fiestas de chicos grandes, de modo que todo esto lo atestigüé a la distancia. Fue él quien, al verme al lado de mi hermana, un día cualquiera, me saludó primero, con beso en la mejilla. Ese fue, probablemente, su primer y único acto de magnanimidad para conmigo durante esa época.
El resto de tiempo yo no representaba más de lo que mi papel de mascota me lo permitía: se me dejaba estar en las fiestas, sentadita. De vez en cuando, algún avezado me sacaba a bailar, pero hasta ahí. Casi nunca hablábamos. Mejor dicho, casi nunca hablaba yo. Entiendo que ese fue uno de los detonantes de mis problemas con las relaciones sociales. Sobra decir que él nunca hizo ningún movimiento conmigo (ni para bien ni para mal), salvo decir hola-chau, para saludar o despedirse, porque resultó no ser tan malcriado como parecía a primera vista. De lo demás, nada.
Fantaseaba con él. En mis sueños parecíamos amigos. No podía darme el lujo de imaginar que podríamos ser algo más. Me gustaba mantener mis fantasías verosímiles, hasta para poder creérmelas. Estaba segura de que él nunca supo mi nombre o que se le olvidó apenas se lo dijeron. Jamás me dirigió la palabra en los dos años que duró su amistad con mi hermana y mi prima. Para él yo no existía. O, al menos, así lo daba a entender.
Visitó mi casa próxima a expropiarse en tres ocasiones y con amigos: la primera, hurgó con el dedo en un pequeño hueco del viejo sofá de nuestra sala y sacó un poco de esa espuma amarilla del relleno. La segunda, se metió en el bar para fingir que nos servía unos cocteles inexistentes porque en mi familia la única que tomaba era mi hermana y a escondidas. La tercera entró a mi habitación compartida y miró con detenimiento los posters de Magneto y Guns n’ Roses con una sonrisa deformada por un chupete Agogó de fresa que abombaba su carrillo izquierdo.
Luego de eso, no lo vi en los siguientes tres años. Se había ido a Estados Unidos para hacer el college en Harvard. Nada de eso hizo que dejara de fantasear con él, por cierto.