–¿Cómo te llamabas?
–Brenda.
–Ah, ya me acuerdo. Te decían Brendita, ¿verdad?
–¿Y tú? –asentí primero y pregunté por cortesía después. En realidad, sabía no solo su nombre completo, sino hasta su fecha de nacimiento, su signo zodiacal y uno que otro dato biográfico de dudosa utilidad.
– Jordan.
–Ajá.
No podía dar crédito a lo que pasaba en ese momento. De nuevo, en 1997, cinco años después de haberlo conocido y de enamorarme de él, cinco años después de que me ignorara sistemáticamente, Jordan se aparece de la nada, en la fiesta de una amiga, para conversarme. Eso no podía acabar bien.
Como yo andaba de muy malas pulgas –el vestido que me prestó mi prima (porque no había plata para comprar uno) me picaba en la espalda por las lentejuelas– me dediqué a mirar de cuando en cuando hacia atrás para pillar a los amiguetes de este muchacho reír de la broma que yo pensé que me jugaban. Con cada pregunta insulsa que me hacía: ¿cómo está tu prima?, ¿cómo le va a tu hermana?, ¿ya pavimentaron la calle de tu casa?, la ira sostenida se hacía más patente dentro de mí. ¿Qué se creía este tipo?, ¿que se podría reír de mí? Mal para él, porque me había agarrado mal dormida.
–¿Por qué me hablas? –le corté en mitad de una de esas preguntas de mierda, mientras me metía mi bocado de pastel a la boca.
Él se quedó en silencio y frunció el entrecejo, como si no pudiera dar crédito a un cuestionamiento que a mí me parecía bastante legítimo en ese momento.
–No te entiendo –me dijo, con un tono de voz más bien conciliador.
–En todos los años que te conozco, nunca me habías dirigido la palabra –mi voz se agudizó un par de tonos, y temblaba. No sabía muy bien si de rabia o de emoción. Tal vez de ambas–. Y, sin más, ¿te sientas en mi mesa a querer hacerme la conversa?
–Es solo que vi una cara conocida.
¡Qué cara conocida ni qué ocho cuartos, carajo! Seguro que en esa fiesta estarían muchas caras más que conocidas para él. A esas fiestas no se puede uno entrar de colado, así nomás. Se lo hice saber.
–Sólo quería saludar a una vieja amiga –dijo, con algo de cinismo.
–Que yo sepa –le contesté–, no soy tu amiga. Tú eres amigo de mi hermana.
–Es que estabas muy chiquita –se defendió–. ¿Qué edad tenías?
–Doce.
–¿Ves? Se habría visto too much creepy que un tipo de diecisiete te hiciera la conversa, ¿no crees?
Tenía un punto. No hubiera reparado en ese argumento ni en un millón de años. Toda mi ira acumulada no tenía sustento. Era obvio. Él no era ningún pederasta. Él era un tipo serio.
–Ahora deberías tener veintidós, entonces –exageré su edad para que pensara que no sabía de memoria la fecha de su cumpleaños, dato que con seguridad habría pasado por creepy, de verdad–. Igual, eres muy mayor para mí.
–Tengo veintiuno, todavía –respondió–. Pero en mayo tus predicciones serán ciertas.
–Yo tengo diecisiete.
–Sé contar, Brenda. Y no me importa. Estás muy linda.
Lo consideré un triunfo personal. Aquel hombre me consideraba linda. Podía vivir con eso el resto de mi vida. Cualquier otra cosa habría sido pecar de ambiciosa.
–Regresé a La Capital la semana pasada. Me tomaré un año sabático antes de entrar a la escuela de diplomacia.
Bien por él. A mí, mi padre no podía pagarme ni la universidad pública. La verdad, esa era la principal raíz de mis desgracias. Siempre fui una estudiante destacada, mi nombre aparecía desde niña en el cuadro de honor. Pero nada de eso tuvo ninguna importancia a la hora de la verdad. Hasta las más ociosas de mis compañeras entrarían a la universidad. Irían a la Católica, a la San Francisco, a la Escuela de Diseño de Milán, o de intercambio estudiantil, por lo menos. Todas, menos yo. A mí me tocaría conseguir un trabajo de medio pelo, con la esperanza de poder ahorrar para, quizás, algún día, poder costearme una barata universidad nocturna.
Y eso no era justo.
–¿Por qué decidiste hacer eso? –me refería a lo del año sabático. La sangre había comenzado a subir a mi cabeza todavía más, si cabe.
Fue ahí cuando me soltó su perorata sobre lo duro que había sido para él estudiar en Harvard. En La Capital se lo había encumbrado como a un rey: era gringo, tenía dinero y andaba de muy buen ver. Las chicas lo adoraban, lo tenía todo. Podía darse el lujo de rechazar a las mujeres más hermosas de su generación, solo porque no le había gustado algo que dijeron, o porque, mientras hablaban, se les había escapado una gotita de saliva. En La Capital tenía el poder, tenía el control. Cuando llegó al college, sus compañeros aristócratas y macroburgueses se encargaron de ponerle en su lugar: solo se trataba del hijo del embajador en un lejano país del tercer mundo del que la mitad de sus colegas jamás habían oído hablar.
Decía que había sufrido mucho, que esos últimos tres años habían significado, para él, una suprema lección de humildad. Y que, producto de eso, había cambiado.
«La gente no cambia, Jordan», pensaba, para mis adentros, mientras escuchaba con la paciencia de Job. Incluso dejé que se comiera una porción de mi pastel. Hasta ese punto llegó mi fallido intento por ser empática.