Instrucciones para restablecer el Destino

4 | Ese bendito plan

Nunca albergué la más mínima esperanza de que me visitara, pero lo hizo. El lunes siguiente. Comenzamos a salir. Me recogía y me dejaba en mi casa, con la puntualidad de un reloj, en su auto-rojo-marca-coreana-de-semi-lujo. Mi padre estaba encantado. Al fin, una de sus hijas iba a darle la alegría de entroncarse con la burguesía local. Yo le dije que se adelantaba un poco, que no había posibilidad alguna de casarnos, por la misma razón por la que él soñaba que algo como eso pasaría en algún momento.

–La gente como ellos no se casa con gente como nosotros, padre –le dije–. Yo no soy más que su proyecto personal.

No me pienso hacer la dura, por supuesto que estaba enamorada de él. Hasta los tuétanos, vaya. Pero, de ahí a esperar que el matrimonio fuese nuestro destino, eran palabras mayores. Jamás pasaría. Eso es lo que pensaba yo. Pero me dejaba querer. Jordan me llevaba a lugares (heladería, cine, playa, fiestas, caídas y miradores varios), lo costeaba todo y las chicas me envidiaban. Había que pagar precios, claro (las habladurías, los solo-está-con-ella-por-darle-la-contra-al-embajador, sus ella-es-demasiado-fea-demasiado-pobre-demasiado-poquita-cosa-para-él, etc.). Pero era un costo razonable.

Hasta yo les daba la razón, en parte.

Siempre lo tuve claro: desaté en Jordan su síndrome de salvador blanco. Que es el mismo que padecen mi padre y mi hermano, pero en su variante latina. No sé por qué acabo rodeada de hombres con ínfulas heroicas, con ganas de salvar el mundo o, al menos, de salvar a la chica. Y yo era la chica, la damisela en apuros.

Y me gustaba.

De ahí la idea de que yo no fui para él nada más que su proyecto personal. Su forma de retribuirle al mundo sus privilegios de clase, raza y género. Todo un mártir de la justicia social, pues. Jordan rescataba perritos de la calle antes de que estuviera de moda. Ergo, que me rescatara a mí era predecible.

A mi novio de un año se le ocurrió una formidable idea en 1998. Yo acababa de graduarme del colegio y ya había llegado a la mayoría de edad. Él estaba pronto a culminar su año sabático. Era el momento correcto, bajo las circunstancias correctas.

–Tengamos un hijo –me tomó de las manos y me miró a los ojos, yo podía verlo enorme, en contrapicado, desde mi ángulo de un metro sesenta y cinco–. Si nos casamos primero, es posible que mi padre me desherede. Y estaríamos jodidos.

No esperaba nada menos del embajador.

–Pero si le damos un nieto, su único nieto –continuó, sin pestañear, como si una versión robótica de él hubiera tomado su lugar, por un instante–, no tendrá el valor de negarse a nada.

El plan era simple. Yo me aseguraría una pensión de maternidad muy generosa, salida del bolsillo del embajador, por supuesto, porque el dinero de Jordan no era de Jordan, en realidad, sino de su padre, y con eso podría pagarme la universidad. Mientras tanto, mi noviecito se marcharía a la escuela de diplomacia en Boston durante tres años, hasta su graduación. Regresaría de inmediato a mi país y nos casaríamos. Trabajaría en la embajada y todos tendríamos la vida resuelta.

En mi defensa, diré que parecía una buena idea en ese momento, de modo que accedí. En retrospectiva, supongo que, si me hubiera negado, las consecuencias, a la larga, habrían sido mucho más adversas de lo que resultaron en realidad. Pero no hay espacio en esta historia para los hubiera, sino para los fue, es y será. Nada más tiene cabida.

Nunca antes había visto llorar a papá. Esa fue la primera vez, pero no la única. Después de todo, era menos ambicioso de lo que yo suponía, y yo parecía importarle un poco. No contaba con eso. Se realizó un acuerdo prematrimonial. En este, el embajador se comprometía a costear los gastos del embarazo, el parto y la lactancia, durante el tiempo en el que su hijo culminaba sus estudios en los United. En cuanto regresara y consiguiera trabajo (entiéndase, en la embajada), sería él quien tendría que continuar con la manutención. Nos casaríamos entonces.

Mr. Adam resultó ser un hombre muy generoso. Esa parte no la vi venir. No podía permitirse que la madre de su nieto no fuera universitaria. Me pagó la carrera de comunicación –no la de publicidad–, lo que agradecí a su tiempo. A partir de entonces es cuando las cosas en verdad comenzaron a torcerse. Siempre cabe la posibilidad de que eso ocurra, y mi cinismo habitual lo había predicho, mucho antes. Pero ambos habíamos ya saltado al vacío. La cuestión estaba en vaticinar cómo y dónde caeríamos.




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