Se planificó que el parto se llevaría a cabo en suelo americano, el 9 de mayo de 1999 en el Boston General Hospital. Se nos emitió una visa diplomática para mí y mis padres. El trabajo de parto duró siete horas. Al final, tuvieron que hacerme una cesárea. Jordan no estuvo ahí para tomarme la mano antes de la anestesia, ni vomitó ni se desmayó, como había hecho mi padre cuando acompañó a madre en mi alumbramiento. Nadie sabía dónde estaba. Nadie, excepto y supongo, que el embajador.
Apareció una vez que me trajeron al niño. Lo cargó cinco minutos, y los otros cinco caminó y regresó con sus propios pasos a lo largo de la habitación. Se abrazaba a sí mismo. Nunca lo había visto tan nervioso y menos paternal. Solía tener ángel con los niños –lo había atestiguado–, pero no con el suyo. Parecía quemarle entre las manos. Se despidió de mí con un beso en la frente, me acarició la cabeza y se marchó. No me sorprendió tanto como la forma en la que me dolió ese gesto. Les diré por qué.
Las señales comenzaron meses antes. Las llamadas se espaciaron. De hacerlas una vez al día a una vez a la semana. Se detuvieron cuando su frecuencia fue de una cada tres semanas. Siempre la misma conversación: ¿cómo va el ultrasonido?, ¿es niño o niña?, ¿tomaste el ácido fólico?, ¿cómo va la universidad?, ¿por qué no me contestas?, ¿estás con alguien más? Silencio. Una pausa eterna y después un no. No estoy con nadie más.
Al embajador se lo veía nervioso, pero feliz. Era su único nieto. El portador de su legado. Le heredaría el nombre de su padre, Nathaniel. Sonaba poético, incluso místico. No me habría negado, luego de tanto que el míster había hecho por mí.
Viviríamos en La Capital, en un departamento que Jordan heredó de su madre. Uno en el que él había vivido sus primeros años en la ciudad. Tenía independencia, una niñera y a mi hijo. Lo único que restaba era esperar.
Lo que coseché fue una llamada de mi madre una tarde, cuando el pequeño Nath había cumplido ya los tres meses. El embajador necesitaba vernos. Acudí a casa de mi padre y vi a Mr. Adam con el rostro enrojecido. Parecía haber llorado. Supuse lo peor.
–¿Qué le pasó a Jordan? –le dije, mientras temblaba y mi mamá me arrebataba al bebé para evitar que lo escurriera.
–Siéntate, hija –me dijo mi padre–. El embajador tiene algo que contar.
Pues resulta que mi prometido estaba más vivo que nunca. Tanto que hasta se había casado hace cinco meses, sin que nadie se enterara (ese fue el discurso del embajador). ¿Con quién? Con una fulana (eso lo dijo él, no lo dije yo), una dominicana que había conocido en la cafetería de Harvard. ¿O era en un bar? Lo he olvidado.
Creo que la ira de papá se vio aplacada por la indemnización que el padre de Jordan tuvo que pagar, producto del incumplimiento del contrato prematrimonial. Agradecí a padre en silencio por su mentalidad práctica, que acabó por propinar a mi después-de-todo-no-esposo un golpe indirecto. Yo había hecho mi parte. Había sacrificado mi cuerpo, mi juventud y mi libertad a cambio de una carrera universitaria. Había utilizado a mi hijo como moneda de cambio para mi beneficio personal. Era el justo castigo por mi irredimible egoísmo. No hablé mucho.
–Ya me parecía que algo raro le pasaba –dije–. Era de esperarse. Su hijo nunca fue muy confiable que digamos.
El embajador asintió en silencio.
–Hay algo más –dijo Mr. Adam, luego de limpiarse las lágrimas–. Jordan será padre, de nuevo.
Esa noticia fue la que me dejó sin voz por una semana.
Y luego, la que me costó siete años de terapia.
Las cosas pudieron haber ido mucho peor. Pude no haberme dejado hacer un hijo de Jordan y, de todas maneras, me habría hecho la maldad con la dominicana. Pude haber terminado de cajera en el Play Ground de un centro comercial del sur de la ciudad (jamás del norte, habría ido lo más lejos para que ninguna de mis amigas me viera) trabajando por el salario mínimo, de pie durante doce horas seguidas, intercambiando dinero para fichas de juegos mecánicos descatalogados en 1994 a niños fugados de la escuela que me llamarían señora. Pude haber terminado almorzando sopa de fideos con porotos en una fonda junto a la estación del trolebús, al lado de mi compañero con antecedentes penales y un tatuaje en los nudillos que así lo confirmaba.
Ese pudo ser mi destino.
En lugar de eso, acabé viviendo en un exclusivo barrio residencial, en un confortable departamento decorado con motivos coloniales, cortesía de mi después-de-todo-no-suegro para mí y para mi hijo, su ya-no-único-nieto. Con visa diplomática de por vida. Con una licenciatura, dos maestrías y ninguna necesidad de trabajar, con un hijo de una belleza tan avasalladora que las madres de familia me obligaron a disciplinarlo desde la guardería porque se hizo de tres novias en su primera semana, una por cada añito de edad. Igualito a su padre, les decía yo, para mis adentros, con más orgullo que congoja.
Qué vergüenza.