Instrucciones para restablecer el Destino

6 | Un puñal y una estrategia

Jordan era un canalla, lo acepto. Pero me había salvado la vida, a su manera. Se preguntarán ustedes, entonces, ¿por qué carajos quería asesinarlo? Inferirán que existe, al menos, una razón de peso para hacerlo. Aunque mi cerebro es capaz de encontrar muchas más.       

Comenzó como una idea vaga sazonada por una acción directa. Me puse austera. Me dediqué a ahorrar. Guardaba el doble del dinero que destinaba, de forma usual, a un fondo de emergencia que sabía que nunca iba a necesitar. Abrí, para ello, otra cuenta. Necesitaría un abogado, uno bueno. Mujer, de preferencia, alguien que comprendiera los recovecos de mi motivación. Ni modo que el embajador costeara la defensa de la asesina de su hijo.

No, pues. Había que ser precavida.

Comencé a googlear sobre las leyes de Estados Unidos. Cuánto tiempo me darían por homicidio en primer grado, en segundo grado, agravado, simple. Cuánto por un alegato de demencia temporal. Había precedentes de absolución en tres estados. ¿Habría una forma de atraerlo hacia mi país? Aquí todo sería más fácil. Me proclamarían heroína. La justicia, timorata, me daría una sentencia breve, pero ejemplar. Para que aprenda, dirían. Y después, todos libres. Pero Jordan tenía prohibido regresar mi tierra, o ese fue el argumento que el embajador utilizó para obligarme a ejecutar el régimen de visitas acompañadas en USA.

–Su mujer no quiere que vuelva –me decía–. Le ha amenazado hasta con la vida.

«Bullshit», pensaba yo, en su idioma. Para que entienda.

Mejor para mí, por un lado. Cuatro semanas de vacaciones pagadas. A donde quiera, menos a Boston. Por su seguridad y la del niño, decía Mr. Adam. A Orlando, a Nueva York, al Gran Cañón, a Washington. Todos los lugares comunes de America (léase con acento gringo) fueron visitados, año a año, por la familia truncada que no podía hablar de lo importante frente a Nathaniel. Y que, por lo tanto, callaba. La parte negativa de los viajes era que, si lo mataba en suelo americano, podía enfrentar hasta la pena de muerte.

Y no, gracias.

En los trece años que duraron las visitas tutoradas, jamás pidió perdón, jamás dio una explicación, jamás dijo un Brendy, sorry. Nada. La única vez que quiso hablar, en un Burguer King o en un McDonalds, para insinuarme sobre lo mal que andaba su matrimonio, lo mandé a callar (en ese tiempo estaba de moda el háblale a la mano). Interpuse mi palma entre su voz y le dije:

–No me cuentes tu vida, Jordan. Que no soy tu psicóloga.

Había comprado un catálogo en un sitio web de dudosa procedencia. Un catálogo de puñales. Los había de todo tipo, tamaño, material, diseño, motivo. Por una módica suma, hasta podían personalizártelos. Yo, por mi parte, tenía en mi mente el arquetipo del puñal perfecto: se trataba de una versión enana de la espada de Connor MacLeod en Highlander. No de la katana, sino de la otra. La que abandonó clavada en suelo escocés cuando dejó su tierra, luego de la muerte de su esposa. La espada de su clan, pues.

Me dije que si encontraba en el catálogo un puñal que tuviese un parecido razonable con el arquetipo en mi cabeza, sería interpretado como una señal de que debía dar rienda suelta a mi plan. No ocurrió, para mi fortuna.

«Igual, voy a matar a ese hijueputa», pensaba mientras dormía, me despertaba, bañaba, hacía del baño y preparaba el café. Luego me olvidaba un rato, para retomar el pensamiento en la noche, luego de que Nathaniel se durmiera.

Esta era, en líneas generales, mi idea. Atraería a Jordan a un estado que fuera más benevolente con los crímenes cometidos durante períodos alterados de conciencia. Iríamos a almorzar a alguna de esas hamburgueserías de mierda que abundan en ese país, y que tienen nombres ridículos como Wendy’s o Saddie’s, esos lugares en donde Jordan jugaba al poli bueno con mi hijo, mientras quien tenía que bancarse las miserias de su crianza era yo. Y cuando Nathaniel se fuera al baño, o a los jueguitos, o lo que fuera, sacaría mi puñal de Highlander y se lo clavaría directo en el corazón. Al ladito del esternón, en donde existe un punto débil. Luego haría girar el puñal dos veces, hasta escuchar un chasquido, como el de un grifo al abrirse, señal inequívoca de que la arteria había sido comprometida. Y ya estaba. Nathaniel no tenía que ver eso. Lo sacaría de ahí de inmediato hasta que la policía hiciera su parte. Con suerte habría recorrido kilómetros hasta que eso ocurriera.

Obviamente, el plan presentaba severos problemas de factibilidad. Primero, el impedimento de cargar conmigo un puñal en el aeropuerto. Tendría que comprarlo en Estados Unidos, con los consiguientes riesgos que eso suponía. Segundo, la imposibilidad de quedarme a solas con Jordan y que no dependía de mí. Se trataba de un acto reflejo que rebasaba mi voluntad. Si Nathaniel iba al baño, pues yo tenía que ir con él. Si quería subirse a los carritos, yo me apegaba a su lado. Si deseaba treparse a los juegos infantiles en un parque, corría para asegurarme de que los aparatos estuvieran en perfecto estado, para evitar cualquier accidente. Más tarde me di cuenta de que no era otra cosa que un mecanismo de defensa que mi propia psique había desarrollado para evitar que cometiera pendejadas.

Y se lo agradezco.

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.