Instrucciones para restablecer el Destino

7 | Nunca fue tan ¿fácil? restablecer el Destino

El problema es que Jordan se puso en bandeja de plata en 2014. Nathaniel ya estaba grande, iba y venía del colegio en su bus de recorrido. Llegaría a las tres y media. Yo preparaba el almuerzo. Mi hijo tenía llave, de modo que me extrañó escuchar el timbre directo de mi puerta, sin mediación del portero. Cuando vi a Jordan a través de la mirilla, lo primero que sentí fue una efímera gana de orinar. La contuve y abrí la puerta. Lo habían dejado pasar como propietario del departamento que era. El no abrir con su propia llave fue tan solo una deferencia de su parte.

Porque bien podía, si le venía en gana.

Había llegado a La Capital hacía semanas. Nathaniel sabía lo de su divorcio, yo no. Nunca se molestó en decirlo. Adivino por qué. Le pregunté qué se le ofrecía (me refería a un café o un té), respondió que hablar conmigo. Le dije que Nathito regresaba a las tres y media, que bien podría esperarle (afuera). Reiteró entonces que no tenía intención de hablar con Nathito, sino conmigo. Le contesté que ya me había olvidado de lo que se sentía hablar con él, y que no estaba dispuesta a recordarlo. Me dijo que qué tonta. Que hablemos. Le dije que bueno.

Lo invité a sentarse en el mesón de la cocina americana, mientras cocinaba. Lo tenía a mi merced. Le había dado la oportunidad de marcharse, y tenía a mi disposición toda una colección de cuchillos con filo suficiente como para detonar mi fantasía alimentada durante catorce años. Carecían del glamour de mi puñal de Highlander, pero no había tiempo para sutilezas. Cortaba una cebolla en ese momento, me preguntaba si le ardería más la herida al asesinarlo con ese cuchillo o si, por respeto, debería utilizar uno limpio. Esas disquisiciones me distrajeron de lo que Jordan intentaba decirme.

–Ahora que estoy divorciado, me gustaría poder pasar más tiempo con Nathaniel.

Me gustaba la forma en la que pronunciaba su nombre, en inglés, con el énfasis en la a segunda. Yo prefería la pronunciación hispanizada, con la fuerza de voz en la e. Por lo general, Jordan lo llamaba Nath. Pronunciar su nombre completo hacía ver que la conversación era seria.

–¿Perdón? –respondí, tras levantar la mirada. Me había tomado por sorpresa.

–Y pasar tiempo contigo, también, Bren. Digo, si se puede.

–Claro, claro. Acá en el Sudamérica no somos tan estrictos. No tengo que ir a todos lados con Natho, ya está grandecito.

Reparé en mi mano izquierda, que blandía con fuerza el mango del cuchillo. Un ligero temblor provocado por la presión excesiva me hizo tomar conciencia de este hecho. De modo que solté el cuchillo con delicadeza, para no parecer una psicópata chiflada. Incluso luego de catorce años, todavía cuidaba mis maneras frente a él. Me concentré en otras faenas. Otras que no implicaran objetos corto punzantes.

–Sigues ignorando las partes de la conversación que no te convienen –continuó Jordan, sin quitarme la vista de encima.

No tenía idea de lo que me hablaba.

–Eso sí, avisa antes de venir –le dije–. No quiero que me encuentres en chanclas.

Esa imagen no era necesaria.

–Podría venir a almorzar, si no te molesta.

–Me podrías ayudar a hacer las compras –le dije–. A Natho no le gusta.

–Yo podría cocinarte. A veces.

–Yo podría atreverme a comer lo que cocines, a veces –¿desde cuándo cocinaba este tipo?

–Yo quería proponerte otra cosa, además.

–¿Qué será?

Restablecer su Destino. Ese fue el término que utilizó. Por mi parte, yo consideraba que restablecer la Unión Soviética sería más sencillo, menos ambicioso, pues. Pero lo dejé hablar. Dijo que nuestro Destino –ya no solo el suyo– fue casarnos, desde siempre. Y que por un desvío –que debí inferir que hablaba de su matrimonio de catorce años y dos hijos–, ese designio no se había cumplido. Pero que se había dedicado todo este tiempo a generar un plan para intentar restablecerlo.

–Claro –le dije–. Y en el camino le hiciste un segundo hijo a tu esposa. Muy bonito tu plan.

–Eso fue un error –dijo él–. En primer lugar, me casé obligado.

–Fue lo que dijo tu papá, que en paz descanse. No le creí nada.

–Pero lo he reparado.

Antes de perder completamente los estribos, se hacía necesario formular una pregunta. Ya habría tiempo para apuñalarlo luego de que me la contestara.

–Necesito preguntarte una cosa, Jordan.

–Lo que sea.

–¿Te casaste enamorado de ella?

Jordan titubeó. Eso era un sí en toda regla. Cualquier cosa que siguiera a ese gesto y que lo contradijera, carecería de credibilidad.

Mi razonamiento era este: si respondía que sí, le aventaría un sablazo, tal vez no lo mataría, pero, al menos, le haría daño. No habría tenido corazón para mandarme presa. Si respondía que no, tal vez, y solo tal vez, le perdonaría. Si no su vida, al menos su integridad. Pero esto último no lo daba por seguro.

–No te voy a mentir –nada que siguiera a esa frase podía ser bueno–. Realmente me, cómo te digo, me apasioné por ella.




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