Instrucciones para restablecer el Destino

9 | El síndrome del salvador blanco

No sé muy bien por qué la abordé esa noche en la fiesta del Círculo Militar. Supongo que me ganó la soledad. No estoy muy seguro. Ahora que lo pienso, la mayoría de los movimientos que he hecho para aproximarme a Brenda han sido, a lo largo de los años, motivados por un suceso exterior a ella y que, a menudo, poco o nada ha tenido que ver con su persona.

Mi actual esposa es el leitmotiv, por decirlo de algún modo, de los más estrepitosos errores de mi existencia. Me molesta escuchar o leer a esos gurús de la superación personal que glorifican a las equivocaciones como parte de la experiencia humana. Lo cierto es que en la vida cometemos uno o dos errores garrafales que nos persiguen para toda la vida, y sufrir las consecuencias de ello no resulta, para quien los comete y los involucrados, en absoluto glorioso.

Hacerle la conversa esa noche fue una de esas equivocaciones monumentales. La primera de una larga serie que se sucedería después. Pero lo tengo bien identificado: ese fue el instante capital. Luego hubo otro, al que llegaré en su momento. Por ahora me referiré a ese: ella tenía diecisiete años, damn it!; y yo cerca de veintidós. Hoy en día eso se habría considerado un delito. Por entonces, a nadie le importaba mucho. Ambos éramos jóvenes, la diferencia de edad no era tan notoria como sí hubiese llamado al escándalo cinco años atrás. Ella era ya una señorita o, al menos, lo parecía. Yo decodifiqué esas señales como una luz verde. Imbécil de mí. Maldito idiota.

No es que me pareciera una belleza. De esas ya había tenido suficiente. Pero me generó, you know, una especie de ternura que me resulta difícil de explicar. Era cute, no las del tipo que me habían gustado hasta entonces. Sino del tipo de chicas que no me hacían el más mínimo caso. ¿Le mencioné que Brendy jamás, pero jamás en la vida me había mirado a los ojos? Su indiferencia, cuando era niña, me resultaba natural, supuse que producto de su nulo interés en los hombres debido a su edad. Pero, esa misma apatía a los catorce ya me parecía hasta un poco patológica. La chica casi no respondía mis saludos, apenas con un berrido ahogado que se parecía a una vocecita que no acababa de salir, por lo inmadura o, de plano, inexistente. Habría apostado mi vida a dos posibilidades contrapuestas: que yo no le inspiraba atracción, o que estaba perdidamente enamorada de mí, al punto en que era incapaz de sostenerme la mirada, siquiera. Y a ese cálculo de probabilidades, para un ego maníaco de mi calibre, lo encontraba bastante estimulante. Aquello fue, precisamente, el combustible que me llevó a hacerle la conversa, en primer lugar.

No ayudó el hecho de que se veía girly, por decirlo de algún modo. Había abandonado ya sus formas infantiles. La podía adivinar más alta que el promedio de las mujeres de su país. Con una cintura de medidas adecuadas a su torso, cuyo pecho sobresalía, y por mucho, del resto de sus amiguitas. Su vestido de flores magenta la hacía parecer que no disfrutaba en absoluto de su performance de niña bien. La intuía grumpy, solita en aquella mesa redonda, comiendo su pastel mientras todos bailaban la salsa de moda.

«That’s my girl», recuerdo que pensé cuando mi vista se dirigió a ella, como un láser, por ser la primera cara conocida en la que me había fijado con algo de seriedad. La cumpleañera era mi amiga, vamos, pero tenía novio, así que mi deber era el de hacer compañía a alguna niña buena, de esas que abundaban por esos lugares, y hacerla sonreír, por su propio bien. Y la primera que apareció frente a mí fue ella. No es necesario que Brenda se entere de esto, ¿o sí? Su desprecio hacia mí se multiplicaría (si es que algo así todavía fuera posible, en este punto). ¿No? Pues qué alivio, a decir verdad.

Brendy no logró decepcionarme. En efecto, estaba cabreada con la vida –y, por extensión, conmigo–. El yo de mi pasado la habría calificado, luego de atender en silencio sus quejas, como una resentida social, una traumadita, si acaso. De esas chicas que tienen que pedirle prestado el vestido a su prima (la Pau, con seguridad), porque sus padres son incapaces de costearle uno propio. Una desclasada, una señorita proletarizada, como decíamos en la universidad. Pero mi yo de 1997, golpeado en su honor por los idiotas de la Ivy Leage y el Skull & Bones que me consideraron desde siempre un fiel representante de la baja nobleza, se encargaron de demostrarme que no me encontraba, ni mucho menos, en la cima de la pirámide social. Al menos, no en el mundo de verdad, el mundo que en realidad contaba.

Claro que, en el pequeño país que me acogió desde niño cuando a mi padre le fue adjudicado el cargo de embajador, mis circunstancias eran diferentes. Pero la lección de humildad de mis colegas universitarios ya estaba bastante aprendida como para que la condición social de mi amiga me importase en lo más mínimo. Es más, su estatus de destituida le confería un dejo de distinción que era imposible de pasar por alto. Me convertí, o quise convertirme, en una especie de benefactor, de protector de su núbil e inmerecida estrechez. Me haría cargo de ella. A mi manera, claro.

No pude evitar apretarle el cachete izquierdo cuando nos besamos, afuera del Círculo Militar, mientras esperaba a sus padres. Tenía un nuevo proyecto entre mis manos: me apersonaría de Brenda. La invitaría a salir, le abriría las puertas al mundo de la alta burguesía para que sus perspectivas mejorasen con el tiempo, le presentaría a uno o dos buenos amigos de mi confianza y, cuando se encontrase ya bien avenida, me retiraría de esquinazo, en silencio, para continuar con mis estudios superiores en mi país de nacimiento. Había planeado mi buena acción del día, de la semana, del año.




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