Instrucciones para restablecer el Destino

10 | Industriousness, esa gran desconocida

Si usted me pregunta cómo fue nuestra relación durante el año que siguió a este encuentro, no sabría responderle con facilidad. Verá, de entrada, el beso de despedida, a las puertas del Círculo Militar, fue demasiado forzado. Pero no tenía salida, ¿cómo justificar el haberla monopolizado toda la noche? Con seguridad se habría sentido muy decepcionada, I mean, jamás habría querido saber nada de mí después, si no hubiera sido por ese beso. Me pasé de la raya, lo admito, pero se trataba de un movimiento necesario para el cumplimiento de mi misión. Cum finis est licitus, etiam media sunt licita, como bien afirma Busembaum. Lo sé, lo sé, it’s too much.

A lo que siguió después no sabría ni cómo calificarlo. No comprendo cómo arrancó la escalada. Estoy incapacitado para determinar el momento exacto en el que me encariñé con ella. Hablo de encariñarme en serio. No como quien se apega a su camisa favorita, no. Y vaya que a mí me gustaban las camisas, las amo hasta ahora. Sé que la comparación suena odiosa, pero el papel que yo desempeñaba para con ella –según yo, por supuesto– se trataba de tan solo una obra de misericordia. A manera de paradoja, Brendy me empezó a gustar de verdad. Para cuando me negué a presentarle a alguno de mis camaradas –porque sabía de sobra cómo acabaría todo ello– supe que estaba jodido. Que estaba jodido sin remedio.

Mi actual y segunda esposa posee su buen repertorio de cualidades: delicada como una pluma, suave al tacto y al trato, demasiado ingenua para su metro con sesenta y tantos de estatura y de una inconstancia que en algún momento –bastante lejano, si se me permite decir– me parecía por demás encantadora. Me atreví hasta a llevarla un par de veces, a modo de prueba, a algún evento menor en la casa del embajador –que también era mi casa– con el único propósito de tasar cómo se comportaría en caso de convertirse, eventualmente, en una dama de sociedad. En mi esposa, vaya.

Así de loco estaba por ella.

Se quedaba boquiabierta mientras miraba los chandeliers a tiempo que decía que su casa entera cabría entre los muros de la antesala de la mansión republicana destinada a la familia del embajador. Nunca la contradije, porque conocía dónde y cómo vivía. Además, era tan dulce que estaba para comérsela.

Su familia no era pobre, no en el sentido estricto de la palabra. O bueno, al menos, no lo aparentaban. Todos vestían bien y las hermanas habían sido educadas en colegios privados bastante respetables. Su bancarrota era un secreto familiar, demasiado degradante como para permitir que se filtrara al ojo público, y demasiado obvio como para que no se hiciera patente en la pérdida paulatina de privilegios y de perspectivas a presente y futuro.

De buena gana habría pagado la universidad de Brenda, de no haber sido porque mi fortuna no era mía. Al menos, no en aquel momento. La verdad es que comenzaba a darme algo de vergüenza admitir que mi novia no podía estudiar porque carecía de medios. Dejé de llevarla a fiestas y reuniones para evitar interrogatorios innecesarios y tendenciosos. Por entonces, me encontraba ya tan enamorado de ella que, más que evitar el bochorno propio, preferí guarnecerla del suyo. Mi padre no tenía ni idea de lo que pasaba.

Es así como se nos ocurrió ese bendito plan. Ya le he hablado de ello. Y ahora le digo que, si es necesario que uno de los dos cargue con la culpa de esto, seré yo, sin duda. Porque fui yo quien se lo propuse. Porque se trató, ante todo de mi plan. No el de ella. Brenda solo dijo que sí, como siempre hacía, cuando de una proposición mía se trataba. A la gente que ahora conoce en parte nuestra historia, le sorprende en demasía saber que Nathaniel fue un hijo planeado. Nuestro bien amado Nathito.

That spoiled brat. A veces me saca de quicio.

Lo planificamos como quien diseña la casa de sus sueños. Proyectamos los días, las horas, los meses. Lo intentaríamos tanto como fuera necesario hasta conseguirlo. Luego, y solo luego, yo regresaría a la universidad para terminar mi carrera. De eso se trataba, básicamente, mi vida sexual con Brenda. De concebir a Nath. Y ese fue el maldito problema. Nunca la había tocado antes, ni siquiera se me había ocurrido. La diferencia de edad pesaba demasiado, y la mala cara del padre, ni que se diga. Brenda me inspiraba otra cosa: amor. Sé que suena ridículo, cursi y acaso presuntuoso. Sé también que nadie me cree lo que digo, ni siquiera usted. Pero un hombre, aun un hombre como yo, es capaz de sentir amor por una mujer sin que esta le inspirara deseo. Concebir a nuestro hijo se trataba de un deber, de una necesidad. De una obligación.         

Y me la tomé en serio.

Recuerdo con cariño que disponía mi habitación –nunca lo hicimos en otro lugar que no fuera mi habitación– con mucho esmero para favorecer lo que, en palabras de la autora del best-seller Conciba YA al hijo soñado (o muera en el intento), se trataría del ambiente propicio para una concepción efectiva: música ambiental, luz atenuada por las persianas, velas aromáticas, temperatura dos grados por encima de la media, sábanas limpias, almohadones especiales para facilitar la posición de los cuerpos, y una larga lista de requisitos descabellados –entiendo que Brendita los confundió con meros rituales románticos– que acabaron por dar resultado al cabo de cinco meses. Seis meses luego de que Brendy cumpliera la mayoría de edad. Dejar embarazada a una chica no es tan fácil como parece. Podría firmar aquí mismo un acta que asevere este hecho.

Cada vez que nuestras amistades alaban el atractivo físico de mi primogénito, se acostumbra a decir, en especial en el caso de algún interlocutor indiscreto, que lo hicimos con ganas. Puedo decir, con seguridad, que existe una diferencia abismal entre las ganas y la dedicación. En inglés existe una palabra para ello, intraducible en este idioma con la exactitud que amerita: industriousness. Mi hijo fue hecho con ingentes dosis de industriousness. Bueno, al menos de mi parte. Las ganas son otra cosa. Pero de eso me referiré a su tiempo.




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