Aprendí sobre las ganas cuando regresé a Harvard, a finales de 1998. He aprendido también, en retrospectiva, que la lista de mis sistemáticos –y monumentales– errores de vida que torcieron mi Destino podría ascender con facilidad a la media docena. Y soy generoso en mi cautela.
Dejé a Brendy, muy a mi pesar, embarazada de tres meses, luego de enfrentar la respectiva ira de mi ahora suegro y de mi padre, God rest his soul, con el único propósito de asegurar a mi futura esposa una vida de comodidades o, al menos, desprovista de necesidades económicas. Me veía a mí mismo como una especie de héroe doméstico que, a falta de una batalla pública, había librado –y prevalecido con éxito– su ínfima guerrita individual, para erigirse como el futuro pater familias respetable que la carrera diplomática que me esperaba exigía de un tipejo de mi condición.
Madelyn me tomó por sorpresa, así, tan pagado de mí mismo como me hallaba. Me refiero a mi primera esposa. Mi segundo monumental error, en mi contabilidad condescendiente, pero el quinto o sexto si nos ponemos rigurosos. Había entrado a trabajar esa misma semana en Marty’s, una de las cafeterías aledañas a la universidad, propiedad de su hermano. Como americana de segunda generación de ascendencia dominicana, se sorprendió en demasía de mi acento bostoniano, deformado por las trazas del español de Sudamérica. Se burló abiertamente de mi extranjería, al creerse, por derecho, mucho más americana que yo y con mejor dicción. La llevé a la cama esa misma tarde. O fue al revés. Quizás sí, eso último.
Aquí es cuando mi moral protestante entra en juego para generar reparos en lo que me corresponde contar a continuación. ¿Sé que no debería cortarme con usted, pero my cultural background me lo hace bastante difícil, you know? Intentaré ser breve, no pretendo alargarme con detalles escabrosos. Verá, en comparación con Brendy, yo diría que Madelyn es, ¿cómo decirlo?, diferente. En demasiados aspectos. Al menos, hasta antes de su embarazo o, mejor dicho, de our pregnancy, como ella se empeñó en calificarlo. Demandante en todos los aspectos posibles, you know what I mean, right?, no necesito ser más específico, ¿o sí?
Sin pensarlo siquiera –porque, en esas circunstancias, pensar era una operación imposible– me encontré a mí mismo sin asistir a clases, incluso a las más importantes. Me encerraba con ella por fines de semana enteros e, incluso, hasta por más de una semana. No tengo mucha idea de qué fue lo que ocurrió (es un decir). Salíamos de mi habitación únicamente para ir al baño y para beber agua. Bajé de peso, ella también. Cuando me di cuenta de eso –porque su voluptuosidad era, en parte, uno de sus principales atractivos–, nos obligamos a salir para zamparnos hamburguesas que llevamos a la habitación para confinarnos de nuevo.
Solo había sentido semejante arrebato una sola vez, con otra mujer que me recordaba a ella con vaguedad. Pero no diré quién era, porque usted ya lo sabe y a mí me da vergüenza repetir esa historia. Recordarla, incluso. Sobra decir que mi futura esposa se borró de mi mente, de mi cuerpo y de, bueno, todo lo demás. La llamaba por obligación, por el compromiso paterno que me ataba a ella y a nuestro hijo. No podía fingir más que la amaba, de modo que espacié las llamadas lo que pude, para evitar alguna posible salida de tono. Y para ganar tiempo, para planificar una explicación. Una justificación. Una excusa creíble.
Algo que fue imposible de hallar.
Me prometí que pondría fin allí mismo a mi aventurilla sexual o que, al menos, la pospondría hasta encontrar una solución a mi dilema. Madelyn no sabía nada de Brenda. Y menos de mi paternidad inminente. No nos habíamos prometido nada, no que yo recuerde. Yo creía que podía cortar con ella cuando quisiese, que tenía el poder de decidir cuándo parar, pero me equivocaba. Ni tenía voluntad ni deseo de dejarla. Nunca me sentí más vivo que con ella en esos meses que duró nuestra fantasía autocumplida. Oh, Gosh, cómo extraño esos días. Pero no se lo diga a mi esposa, por favor. De hecho, creo que mi obsesión actual por Brenda obedece a mi deseo insistente de rememorar lo que sentía con Madelyn, pero ahora en brazos de ella. ¿Algún tipo de compensación inconsciente, tal vez?
En todo caso, se trata de una idea suelta. No me haga caso.
Madelyn me participó de our pregnancy en marzo de 1999, dos meses antes del nacimiento de Nath. Lo sé porque me senté a hacer las cuentas en mi libreta. Era perfectamente posible, con seguridad probable. No era tan fácil dejar encinta a una chica, sin embargo. Y me consta que nos protegíamos. Hasta ahora no entiendo en qué pude fallar. Me rehusé a pensar mal de Madelyn, de modo que atribuí el error a un condón defectuoso. No había ninguna otra explicación que mereciera mi suspicacia.
Le habría pedido que abortase de no haber sido por esa llamada de mi padre. What the hell are you doing, man? Fue lo único que recuerdo de ese sermón. La dominican se me había adelantado. Se lo contó todo. Padre jamás me permitiría autorizar la interrupción del embarazo. Ya le había quitado a su esposa –mi madrastra–, no iba a quitarle ahora a su segundo nieto. I was officially fucked. Por segunda y definitiva vez.
Lo único que quedaba por decidir era quién se iba a encargar del trabajo sucio: contarle lo sucedido a mi Brendy. No iba a ser yo, de seguro. Preferí matarme allí mismo si me correspondía hacerlo. You fucking coward!, fue lo último que escuché de mi padre antes de que me colgara el teléfono, para no dirigirme la palabra por los siguientes dos meses.