Soy un cobarde. Soy una mierda. Creo que aquello está implícito. Creo también que fue en ese preciso momento en el que mi Destino se fue al carajo. O quizás fue antes, cuando se me ocurrió dirigir la palabra a Madelyn, presa como estaba de mi recién adquirido complejo de inferioridad harvardiano. Si la hubiera conocido a los diecisiete, no la habría considerado digna. Digna de mí, se entiende. A los veintitantos, me había vuelto menos exigente con las chicas porque me hallaba más consciente de mi propia pequeñez.
A la vergüenza le sobrevino el terror. Unos días después y bajo la figura de una citación a la corte. “Reconocimiento provocado, Art. 146. La mujer embarazada también tendrá derecho a que el hombre de quien ha concebido sea citado ante el Juez, a declarar si reconoce ser el padre de la criatura que está por nacer”.
Motherfucker! Nunca mejor dicho.
¿Por qué me casé con Madelyn? Pues es obvio, las leyes de los Estados Unidos no perdonan a los padres ausentes. No me podía permitir una mancha de esa naturaleza en mi hoja de vida. Hacerlo habría implicado despedirme de mi carrera, de mis perspectivas, de mi hombría. Y bien, no estaba dispuesto a capitular a ninguno de mis privilegios. Punto.
Ya era todo un señor casado para cuando asistí al parto de Brendy. Ni siquiera padre lo sabía. Se enteró esa tarde, cuando me arrastró hacia el nursery, para ver, a través del vidrio panorámico, a mi Nathaniel. Confieso que aproveché su momento de tenderness para abordarlo con la guardia baja y evitar así algún puñetazo de su parte. Lo sé, no tengo perdón de Dios. Ni, por lo mismo, pude mirar a los ojos a mi Brenda desde entonces.
Me desentendí de mi reciente familia a partir de ese día. Arrojé toda la carga a mi padre, mientras me resignaba a mi nueva condición. Necesitaba recuperar mis calificaciones, remontar asignaturas en peligro de reprobación y aprender a ganarme la vida. Todo al mismo tiempo. Padre ya se haría cargo de Brenda y Nathito. Me correspondía a mí solventar a Madelyn y al bebé por nacer. No tardó en salir a la luz la planificada pantomima de la que había sido objeto, cuando informé a Madelyn que teníamos que mudarnos a un lugar más pequeño porque no pensaba echar mano de mi fideicomiso para hacerme cargo de mi naciente familia. Tenía planeado mantenerlos con mi trabajo.
Fue ahí cuando comenzaron las amenazas. Prohibición de salir del país por negación de derechos hereditarios y manutención, y un largo etcétera. Me vi obligado a revelar a Madelyn el secreto de mi primogénito y usted no sabe la que se armó. Recién entonces me di cuenta, al cien por ciento, en dónde y con quién me había metido.
Me rehúso a hablar mal de la madre de mi segundo y tercer hijo. Esta reticencia hará que esta historia se acorte de forma sustancial, se lo aseguro. Lo que le puedo decir es que los catorce años que sobrevinieron a nuestro matrimonio no se parecieron en nada a los primeros tres meses de nuestro, cómo decirlo, romance. Mi primera esposa utilizaba el sexo como arma de guerra, y lo dosificaba como si fuese un botín. El alumbramiento de mi pequeño Daniel y el consiguiente desinterés de Madelyn en todo lo que no fuera mi dinero y nuestra reciente adquirida propiedad en Millis, ocasionó que no tardara mucho en desintoxicarme de ella. Y fue ahí cuando comenzó mi nueva adicción: el recuerdo de Brenda.
Usted me ha dicho que, a veces, para hacer frente al estrés, inventamos universos imaginarios que nos permiten, de algún modo u otro, lidiar con nuestra realidad adversa. Pues bien, eso mismo me pasó con Brendy. Por las noches, antes de dormir y completamente ignorado por la mujer que yacía a mi lado con nuestro hijo recién nacido en brazos, me dedicaba, para conciliar el sueño, a imaginar cómo hubiera sido mi vida si no se me hubiese ocurrido la maravillosa idea de descaminar mi Destino. Dedicaba cada noche a pensar escenarios diversos, a veces naturalistas, otras, estrafalarios, oníricos, si se quiere, en donde Brenda, Nathaniel y yo (o a veces sin Nath), nos las arreglábamos para ser felices en medio de un mundo adverso. Puras cursilerías.
Pero debo decir que me consolaba saber que, en un universo paralelo, quizás yo no era tan pendejo y que podía, tal vez, disfrutar de una vida más acorde con mis privilegios de clase, al lado de la mujer que había amado alguna vez. Y a la que amaba en ese universo. Las fantasías recurrentes no tardaron en contaminar esa otra parte del cerebro que se ilumina cuando te enamoras.
Había restablecido, sin querer, mis sentimientos por ella.
Ahora correspondía restablecer lo demás. Por supuesto, pensar en ello es un asunto, y ejecutar el plan, otro muy diferente.
Y ese era el problema.