Enamorarse de una fantasía es perfectamente posible. Si lo sabré yo. Aquella fuga de la realidad ha sido la diferencia, para mí, entre confrontar mi realidad con estoicismo –algo de lo que me considero incapaz– y una depresión severa producto de esa misma imposibilidad. Duró lo que duró mi ausencia: catorce años. La falta de Brenda me produjo algún tipo de crónico síndrome de abstinencia del que me era imposible salir por voluntad propia.
Lo peor ocurría durante nuestras visitas de paternidad compartidas. Comenzaron luego de que Nath cumpliese un año. Nunca he sido el padre del año, lo admito. Ni siquiera para los dos hijos que convivieron conmigo por tanto tiempo, pero intenté esforzarme para, al menos, no parecer un padre ausente o, de plano, un total inútil. Ella me entregaba a Nathaniel en los brazos, y a ese momento podría calificar como el acercamiento más íntimo que llegamos a tener durante aquel tiempo. Su lejanía empeoró cuando Nath fue capaz de caminar por sí mismo. Fue entonces cuando ella se mantuvo a dos metros de distancia, por lo menos, para no acercarse a mí jamás.
A medida en que nuestro hijo crecía, su lejanía se hacía cada vez más patente. Asimismo, mis fantasías con ella se complicaban hasta la extenuación. Brenda no me dejaba tocarla, ni un abrazo, ni un saludo con beso –como se acostumbra en Latinoamérica–, ni siquiera un estrechar de manos. Nada. Evitaba el contacto visual aun más de lo que acostumbraba cuando fuimos pareja.
Decir que las visitas supervisadas se convirtieron en una tortura es una obviedad. Por las noches la imaginaba cercana, inmersa en mí y yo en ella, como si fuéramos una sola mezcolanza de voluntades y de cuerpos. Pero, en el día, Brenda se dedicaba a traducir su desprecio con respuestas monosilábicas y refunfuños. Aceptaba mis planes con un vago hastío. Íbamos a algún amusement park que no le divertía, a algún restaurante en el que demostraba sin tapujos su falta de entusiasmo y apetito. A alguna caminata por la naturaleza que no la conmovía en absoluto. Era como si se esforzara por hacerme saber de su tedio, de la obligación involuntaria de estar ahí, conmigo. Apenas se subía al auto rentado, para regresar a su hotel con Nath, y le cambiaba la cara. Su sonrisa volvía por un rato, para endurecerse luego, cuando era momento de la despedida.
En los trece años que duraron las visitas, jamás pude tocarla. Jamás pudimos hablar de lo que importaba. Jamás pude pedirle perdón, no porque no lo quise, sino porque no sabía cómo. No tenía palabras, no encontraba el momento. Sé que debí aprovechar cuando Nath estaba pequeño, pero no pude. Con los años se hizo todavía más difícil. Con cada visita la sentía más lejos, al otro lado del mundo y del tiempo. De nuestro tiempo.
Cada vez que me atrevía a estirar mi mano para rozar la suya (por accidente), digamos en algún fast food de esos que nos disgustaban tanto, pero que a Nath le divertían mucho, se esquivaba con una sutileza que me parecía hasta ensayada. Aprovechaba para abrazar a nuestro hijo o para acercarle la soda, las papitas o la mini burguer. Llegué a pensar que nuestros desencuentros mudos parecían, de alguna forma, coreografiados con antelación. Por parte de ella.
No me era posible encontrarla a solas. Algunos años llegaba con sus padres, con su hermana, con los tíos residentes en Nueva York. Llegué a odiar a los intrusos que me trataban, a su vez, con amable frialdad. Me habría gustado que me mandasen al diablo, como correspondía. Pero no. Eso era lo que más me molestaba.
Aprendí a estar en paz conmigo mismo con el tiempo. Ya Brenda no ocupaba todas las noches, sino solo aquellas en las que venía de visita. Decidí otorgarme una licencia para fantasear con ella durante esas semanas. Luego, me obligaría a ocupar mi mente en lo que correspondía en las madrugadas: vagar por internet hasta quedarme dormido con el teléfono en la cara. En eso se transformaron mis horas de sueño.
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Ludmila Lukova, ese es su nombre. Llamaba la atención que fuera rusa (o de algún país de la ex Unión Soviética que he olvidado), pero que tuviera pinta de latina. Tengo una fijación con las mujeres hispanas, creo que eso ha quedado bastante claro, sin decirlo siquiera. Se dice, entre la sabiduría de Reddit, que nunca estuviste enamorado hasta que no buscaste una actriz porno que se pareciera a la mujer amada. Estoy de acuerdo. No eran idénticas, pero a mí me bastaba. Estaba muy lejos de ser una estrella consagrada. De hecho, me parece que hasta era amateur. Eso solo potenciaba su encanto, la hacía parecer más real, más cercana a mi Brendy. Pensé que su nombre bien podría ser el de una actriz, al menos, erótica. No Brenda, sino Brendy algo.
Barajé algunos apellidos estrambóticos y jugaba a que fuera ella. Recién me suscribí al Only Fans de Ludmila, con una cuenta premium. Doy vergüenza ajena, right? Qué curioso que uno pague para pasar humillaciones. No hablo de la suscripción, sino de esto. Pagar para tener que contar estas miserias a alguien, porque no me atrevo a tener un amigo a quien confesárselas. Habría pasado por un idiota, por un pussy, como se dice por allá. Me habría condenado al ostracismo.
Brendy no sabe de esto último. Sé que hay un pacto de confidencialidad entre usted y yo. Sé que no se lo dirá. Aunque tal vez se sienta halagada, quién sabe.
Mejor no se lo diga.