¿Es posible planificar la vida de alguien sin su consentimiento? Yo pude. Mi acta de matrimonio vigente es la prueba irrefutable de lo que digo. Sueno arrogante, pero es posible restablecer dos destinos por la fuerza de una sola voluntad individual. La mía. Lo planeé todo, y de la forma más torpe posible. Porque lo mío es la ramplonería, ¿sabe? Creo que no necesito decirlo. Usted lo ha inferido ya, supongo.
No tomé en cuenta el hecho de que, para Brenda, yo no parecía más ahora que una presencia molesta y obligada en la vida de nuestro hijo y que, con seguridad, deseaba desembarazarse de todo lo que le hubiera conectado conmigo en el pasado. Pero esa conexión se trataba de Nath, de modo que no quedaba más remedio que soportarnos hasta que uno de los tres muriera. Y ese solo pensamiento ya era demasiado macabro como para tenerlo presente todo el tiempo.
Envalentonado por ninguna señal visible en absoluto, y desprovisto de toda esperanza fáctica, me dediqué a fraguar el plan para restablecer mi Destino, el de ella, y por qué no, el de Nath, si se me permite la ambición.
El detonante fue, sin embargo, mucho más escabroso de lo que me atrevería a contarle. Supongo que Brendy se lo platicó ya, o lo hará en el futuro, de modo que me ahorraré el anecdotario del único desencuentro con Madelyn, Brenda y los niños que mi impericia a la hora de determinar los alcances de mi primera esposa ocasionó que casi toda mi vida en Millis se fuera al mismísimo demonio. Que le cuente ella, yo prometí no expresarme mal de la madre de Daniel y Rick.
Lo cierto es que, luego del penoso incidente, ocurrido a inicios de 2006, no me quedó ninguna duda de la necesidad imperiosa de romper ese matrimonio al precio que fuera. Entonces se me ocurrió la manida idea de hacerme de una amante, no importaba cuál, para que Madelyn me dejase, de una vez por todas. Subestimaba, por supuesto, el aguante de mi señora.
Sé que sonaré pretencioso al decirle que tenía de dónde elegir. Ha sido así desde que tengo memoria. Vivir en el barrio más blanco de las afueras de Boston no me ofrecía, sin embargo, el estímulo sensorial necesario como para fraguarme cualquier aventurilla inútil –por lo inocente– con alguna de las desperate housewives de mi vecindario.
Creo que mi gusto por las mujeres exóticas ha quedado bastante explicado, de modo que no me detendré a justificar por qué el conseguir a un ama de casa caucásica como mistress no me provocaba la más mínima conmoción. Se trataba de una cuestión instrumental. Pero Millis es un pueblo microscópico, pronto para que los chismes de neighborhood se regaran tan rápido como para dilatar lo menos posible mis amoríos con Mrs. F., y para que Madelyn se enterase y me mandara a volar, con ganas y una potente justificación.
A esas alturas, me encontraba dispuesto a renunciar a todo. A nuestra propiedad de millón y medio, a mi restaurante italiano y a otro par de inversiones con las que, sin duda, Madelyn se quedaría a manera de compensación por daños psicológicos y demás perjuicios. De eso se trataba mi plan, con certeza. Dejarla sin ningún motivo aparente y de peso me habría asegurado un proceso de divorcio dilatado hasta lo imposible, y que me habría costado poco menos que la misma fortuna que me valdría una infidelidad comprobada. La única variable era el tiempo: engañarla con la vecina me ahorraría años de desangramiento financiero y emocional por parte de mis abogados.
Mi empleo en Boston –del que no entraré en mayores detalles– suponía para mí una latente humillación. No se puede concebir que un doctor en Relaciones Internacionales estuviera impedido de trabajar fuera de su país de origen, condición sine qua non para todo diplomático de carrera respetable, debido las amenazas latentes de su esposa. Pero ese era mi caso, debo decirlo con tristeza. En teoría, no existía ningún impedimento legal para abandonar los Estados Unidos, la imposibilidad era más bien de naturaleza doméstica: ya había recibido amenazas, no solo de Madelyn, sino también de su padre y sus hermanos. Si dejaba el país por voluntad y sin la familia, habría la posibilidad de no poder acceder a Daniel nunca más. Era imposible arriesgarse en esas circunstancias.
Pero con una demanda de divorcio al amparo de la ley, sería más sencillo tramitar la custodia compartida, o incluso cedérsela a ella, bajo régimen de visitas supervisadas, si le daba lo que quería, por supuesto: el dinero, las propiedades y las inversiones. Podía vivir con eso. Tenía más que suficiente con la herencia de mi madre y los bienes inmuebles de Sudamérica. La decisión estaba tomada. Madelyn se vería compelida a abandonarme. No cabía en mí ninguna otra opción. ¿Qué tan naif me escucho cuando lo digo? Lo suficiente como para quedar en ridículo frente a sus ojos, quiero creer.
En esas circunstancias llegó Rick, mi tercer hijo y el segundo hijo con ella. Creo saber por qué mi esposa poseía ese misterioso talento para quedarse embarazada toda vez que veía tambalear nuestra estabilidad conyugal. Repito, no me quiero hacer mala sangre con ella, no más de la que ya está presente ahora. Me rehúso a formular más preguntas en torno a las circunstancias de sus pregnancies. Hay cuestiones sobre las que más vale no interrogarse. Esta es una de ellas, sin duda.
Decidí no poner en riesgo nunca más mi relación con Madelyn. Era eso o llenarme de hijos. Me tenía atado, amarrado de las bolas, si se me permite la grosería. No soy un tipo vulgar, pero a veces no se puede prescindir de las metáforas soeces para describir situaciones de igual calibre. Damn it!