Pude haber regresado antes a Sudamérica tras la muerte de mi padre en enero de 2014, para retirar personalmente parte de sus cenizas y sepultarlas en el King’s Chapel Buring Ground de Boston, con la ceremonia propia del cuerpo diplomático americano, pero todavía no estaba listo. Recibí de parte de Brendy una esquela de sentidas condolencias, y me insulté a mí mismo por desperdiciar la única oportunidad de obtener de su parte un abrazo más o menos sincero.
No tenía sentido alguno asistir dos veces al memorial de papá. De forma oficial, me consideraba ahora un huerfanito consumado. Mi madre murió cuando era niño, y no tenía la más mínima intención de encontrarme con mi exmadrastra en la ceremonia fúnebre. Tampoco con Brenda ni con la congoja de Nathaniel, que adoraba y era adorado por su grandpa a partes iguales. Bueno, con Brenda, sí. Pero no se me ocurrió la posibilidad de cuddle her en ese preciso momento. Usted entenderá que mi cabeza estaba ocupada en otros asuntos.
Lo primero que hice cuando regresé a La Capital fue instalarme y rentar un departamento en un barrio tan alejado del de Nath y Brendy como me lo permitían las ansias y el pudor, al mismo tiempo. Junto con el nuevo embajador, que no era yo, por supuesto, asumí el cargo de agregado cultural para el que me había preparado durante mis años de universidad. Aspiraba, con el tiempo, a ocupar el cargo de mi padre, toda vez que el embajador ejecutante fuera relevado de sus funciones, cosa que podría pasar en cualquier momento. O nunca, mientras yo viviera.
Pero no me encontraba en posición de ambicionar lo imposible. Mi carrera ya se hallaba lo bastante resentida como para asumir, de forma burda, que algún día podría emular las hazañas de mi padre. Me conformaba, por ahora, con un cargo importante que mantuviera mi estatus de caza mayor en mi ciudad de adopción, y poder así restituir mi lugar en la cima de la cadena alimenticia local.
Y reconquistar a mi Brenda, también, claro.
Me tomó tiempo recuperar mi posición de poder. Por entonces, no era ni la sombra del muchachito agrandado que atraía a las mujeres a su regazo como un magneto. Me hallaba, eso sí, en mejor forma que nunca, pero una vieja amiga del cole me supo decir que le era imposible avistar ese brillo en los ojos que me caracterizaba de joven. Yo cambiaría la palabra joven por soltero. Porque sé que era eso a lo que se refería, en realidad.
Ahora que la cuestión laboral se hallaba resuelta de una manera más o menos aceptable, era necesario ocuparme de la razón primera que me había obligado a regresar a mi país de adopción: ¿cómo aproximarme a Brenda, sin que se me resienta o me mande a volar? That’s a tough one. Daría mi cabeza a que ni siquiera me permitiría ingresar a mi propio departamento –porque en donde vivía se trataba de una herencia de mi madre–. Sabía que ella no frecuentaba ningún club snob a los que bien podía tener acceso como familiar indirecta de mi padre. Nath no le conocía más amigas que las de toda la vida y yo no tenía ningún contacto con ellas. Podía aproximarme a través de Verónica o de Paula, pero mis escrúpulos eran, por entonces, demasiado elevados todavía como para pretender utilizarlas.
Quedaba mi hijo. Él había prometido ayudar. Necesitaba lograr que me hiciera entrar a la casa cuando él no estuviera para poder conversar con su mamá en paz. No way, me dijo. Ni loco te dejo a solas con ella. Vaya traidor de su propia sangre.
Usted entenderá que la planificación no es lo mío. Lo que se me da bien es la ejecución inmediata, el resolver sobre la marcha. En eso no me parezco en nada a mis compatriotas, conocidos de sobra por haber creado un método hasta para las acciones más insulsas. Había vivido en Latinoamérica lo suficiente como para lidiar con solvencia entre el caos y la improvisación.
De modo que improvisé.
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De pie, con mi traje italiano de diplomático estirado y una orquídea en la mano, que me recordaba a ella, más por la delgadez de su tallo que por su belleza integral, me quedé parado frente a la puerta del departamento por treinta y cinco minutos, antes de atreverme a golpear. No tenía ninguna intención de regresar al trabajo, y con una asistente tan eficiente como la mía, con seguridad nadie me podría extrañar.
Nunca me sentí tan cobarde. Por primera vez en muchos años, me temblaban las rodillas. ¿Tenía algo que temer?, digo, ¿qué era lo peor que me podía pasar? No es una pregunta adecuada para una mente con tendencia a la neurosis. Pero era demasiado tarde para reparar en ello, la pregunta ya estaba formulada.
Llamé a la puerta como por impulso, como si una fuerza ajena a mi voluntad me hubiese compelido a hacerlo. De buena gana me hubiera ido ya mismo si Brendita no se hubiese apurado tanto en abrir. No esperaba que todo sucediera tan rápido, fuck!, pero ya estaba. A Bren no le hizo nada de gracia mi visita.
Apenas si recuerdo nuestra conversación. No sé muy bien adónde fue a parar la orquídea de regalo, no me acuerdo si se la di, si se me cayó de las manos o si la tiró a la basura. Lo cierto es que no tengo idea. Solo diré una cosa: lo que queda en mi memoria es una sensación concreta de irrealidad, de haber habitado, por un segundo, un universo paralelo, uno de esos en los que soñaba que, al fin, Brenda y yo podríamos coincidir y coexistir en relativa armonía. Fue la única vez en nuestra primera etapa que me dejó tocar su pelo, sus rizos sostenidos con mousse. Luego de eso, tuve que esperar incontables días para que me permitiera, de nuevo, ponerle una mano encima. Se trató de un momento, de un estado de gracia en el que se suspendió su incredulidad y la mía y pudimos, por unos segundos, sentirnos un poco menos infelices en compañía del otro.