«Voy a pensarlo, ¿me pasas los tomates?», esa frasecita de mierda me perseguirá por el resto de la vida.
Hasta el día de hoy me pregunto qué clase de brujería varonil utilizó Jordan para que yo acabara con una sortija de matrimonio en mi mano izquierda. Lo que es curioso porque este tipo de cuestionamientos suelen hacerse los hombres, menos interesados en atar su vida para siempre a ninguna mujer. Por mi parte, debo decir que tuve un sinnúmero de reparos para –luego de servirme en bandeja al hombre que me puso la cornamenta del milenio– echar a andar sobre mis pasos, recapacitar y, al fin y al cabo, hacerme la dura.
Miento, no me hice la dura, en realidad. Lo que ocurrió fue que mi psique, esa gran amienemiga, hizo el trabajo sucio por mí, para mi fortuna. De hecho, ya había trabajado en ello durante los últimos catorce años, solo que, a mis espaldas y en secreto, para fraguar el plan que me mantendría a salvo de él por los siguientes 365 días, cifra aproximada.
Debería tener un poco más de fuerza de voluntad para impedir que mi inconsciente tome decisiones de supervivencia por mí. Vaya pusilánime.
Voy a comenzar por el primero de los reparos, el acontecimiento que me generó el segundo síndrome de estrés postraumático de mi trayectoria con el hombre que amo, y que ocurrió en 2006, con su intervención indirecta. Aclaro que Madelyn tuvo que ver en esto, pero me atrevería a pensar que ella, por entonces, se encontraba ya tan –o hasta más– trastornada que yo, por culpa de nuestro marido en común.
Se comprenderá a estas alturas que ni Jordan ni yo somos buenos para concebir, ejecutar ni monitorear planes de ningún tipo. Somos linces para evaluarlos a posteriori, eso sí, para dar con sus errores de estructura, objetivos, metodología y hasta nudo problemático. Tantos estudios para nada. No somos más que un par de imbéciles con más títulos universitarios que buen juicio.
El embajador, Mr. Adam, me había prevenido ya sobre el carácter de la primera esposa de mi actual marido.
–Por su bien, Brendita, y por la de Nath, manténgase bien lejos de ella.
La leyenda urbana rezaba que la mujer en cuestión mantenía a Jordan en algo así como una especie de secuestro doméstico, impedido de salir del país y de relacionarse con normalidad con ninguna persona del sexo opuesto que no estuviese avalada por Madelyn en persona.
Me incomoda hablar de otra mujer con suspicacia. Quiero creer que ella también fue víctima de la incapacidad de nuestro hombre para mantener los pantalones en su sitio. Las mujeres no nos volvemos celosas por nada, y los hombres lo saben, pero no lo aceptan. Eso implicaría echar por tierra el teatro histórico que han sostenido por años con su papel de víctimas.
–Es mejor que nunca se encuentren en Boston –aconsejaba el embajador–. Estados Unidos tiene sitios demasiado interesantes como para perder el tiempo en esa ciudad.
Si por interesantes se refería a artificiales, pues sí, ese país estaba plagado de esos lugares. Había de los otros, también, pero mi temor patológico a los osos grizzly asesinos me impidió adentrarme sin reparos en la naturaleza americana. Cosas de extranjeras.
Hice caso a Mr. Adam por seis años. En el 2006 me rebelé. Era joven, tenía una licenciatura y mi primera maestría. Me creía una abeja reina. Haría lo que me diera la gana con mi dinero –porque me lo había ganado, cuidar a un niño nunca debería ser un trabajo no remunerado– y no le pediría ni permiso ni perdón a nadie por eso. No hubo quien se molestase en decirme que a los veintiséis años sigues siendo tan insensata como a los diecinueve, pero con una que otra línea de expresión que te hace creer lo contrario.
De modo que tomé a mi Nathito, de siete años ya, y me embarqué rumbo a la visita tutorizada con Jordan con un mes de anticipación, así como para tantear el terreno. Nuestra primera parada fue Dorchester, un barrio bostoniano de extracción obrera –todo lo obrero que se puede llegar a ser en Estados Unidos– en donde el abuelo de Jordan había nacido y donde este había pasado los primeros años de su infancia. Tomamos fotos de la enorme casa victoriana de don Nathaniel senior, quien supongo que por entonces debió ser ya el potentado del vecindario.
Visitamos la iglesia presbiteriana en donde Jordan había cantado como corista principal en su primera infancia, antes de que le cambiara la voz y el destino, debido al trabajo de su padre, y caminamos las calles por donde él había andado, tomamos el metro que él habría tomado, adivinamos los graffiti que había pintado cuando, ya adolescente, visitaba a su abuelo en vacaciones, y me entretenía en pensar que, quizás, detrás de algunos de esos garabatos hechos con spray, capa sobre capa, habría, quizás, alguna vez, pintado mi nombre. Perdón por la sensiblería.
Nathito no entendía por qué su papá no había hecho el recorrido con nosotros. Tenía más sentido que él nos hubiera guiado en el tour, pero la vida era demasiado dura como para que algo así ocurriera. Le dije que él no tenía tiempo para esas cosas –algo que era cierto–, pero no tanto.
En fin.
Para cuando me llené de valor ya estábamos camino a Millis en mi auto de alquiler. No pude evitar envidiar con amargura esa casa verde menta tipo americano, con un césped impoluto –interrumpido a medias por un monumental arce– y un caminito de piedra que parecía salido de alguna novela de Henry James. Permanecí atada al volante durante unos minutos, mientras miraba aquella mansión y luego al frente, a tiempos intermitentes, hasta que Nathito me sacó de mi ensueño.