Tener como pareja a un hombre hermoso implica adquirir una gran responsabilidad. Es como si se confiara a tu cargo una piedra preciosa que, de quebrarse, extraviarse o ser robada, la culpa recaerá siempre sobre ti y sobre nadie más. Es el tipo de cosas que se aprenden sobre la marcha, y que alguien debería advertirte para, al menos, tomar recaudos.
Manuela Saad era la hija del alcalde que luego sería presidente. El hombre había enviudado, por lo que la hizo su primera dama. Ella y Jordan habrían sido la pareja del año, si no hubiese sido por mí, claro. Sé que sueno pretensiosa al afirmar que impedí que la versión criollo-burguesa de Kate Middleton y el príncipe William terminaran casados. La verdad es que yo no tuve nada que ver, pero el pueblo piensa que así fue. Creo que me dan más crédito del que merezco, aunque tampoco pienso contradecir la opinión popular.
Pretender que interferí entre esos dos sería delusional, como diría Jordan. No soy de las personas que luchan, y menos por un hombre. Manuela, por otro lado, le hacía honor a su nombre. Creo tener ahora una vaga idea de por qué llegó a frecuentar tan a menudo la casa de Briana. Por entonces mi yo naif suponía que eran mejores amigas. ¿Por qué vivíamos en ese barrio de gente medio rica? Para maquillar el estatus familiar, supongo. Nadie nos quería por ahí, y solo Jordan parecía ser el único nexo que nos salvaba del ostracismo total. Bueno, al menos a mí.
Para 1998 ya éramos novios. Eso no impedía, por supuesto, que Jordan visitara la casa de mi vecina toda vez que le venía en gana. Yo no iba a ser quién para impedírselo. Mi propio estatus ya era de por sí demasiado precario como para dármelas de territorial. Dejaba hacer, dejaba pasar. De todas formas, tenía que concentrarme en los exámenes finales previos a mi graduación. No tenía tiempo para melodramas.
Esa tarde regresaba de mi práctica de volley. Sobra decir que no olía bien, además, estaba en calentador. Debería estar prohibido usar calentador cuando no tienes trasero, pero en mi caso, era obligatorio. Que Jordan me viera en esas fachas no lo era, en absoluto. Hasta entonces, me había cuidado de mostrarme ante él en mis outfits menos favorecedores, pero como últimamente se dedicaba a frecuentar mucho mi barrio, en general, se hacía cada vez menos posible ocultar el hecho de que no siempre podía ir bien vestida –ni bañada– a todas partes.
Había visto en el pasado ese auto oficial de vidrios polarizados frente a la casa de Briana. No dejaba de envidiar que Jordan tuviese ese tipo de amistades, mientras que yo era una chica solitaria a quienes sus únicas amigas olvidarían al terminar el colegio. Esta vez, el vehículo se había estacionado frente a mi casa. Supuse que por falta de espacio frente a la vivienda de la persona a quien su pasajera visitaba.
Del auto salieron tres personas. Una de ellas era Manuela, ninguna era Jordan. Por un momento, respiré aliviada, hasta que atendí a sus caras.
–Necesito hablar contigo –me dijo.
Regresé a ver atrás para cerciorarme de que Manuela no le hablaba a otra persona, pero no había nadie más en la calle.
–Tú dirás –respondí.
–Jordan y yo estamos juntos.
Un momento. Manuela pertenecía al inventario de rechazos del bateador. Agraciada, sí, pero demasiado engreída para su gusto. Le gustaba mandar y se vestía como señora, y no por obligación. No recuerdo muy bien el resto de peros que Jordan le había visto, lo que sí permanece en mi memoria es el énfasis con el que los enunciaba. Con toda probabilidad para confundirme, para que me quedase tranquila y para que no me preocupara por ella. No lo hacía, en realidad. No, al menos, hasta ese instante.
–¿Desde hace cuánto? –le pregunté con toda la frialdad que era capaz de simular, que era mucha.
–Eso no te importa. Aléjate.
Escuché la puerta de mi casa abrirse. Salieron dos personas: una era mi padre; la otra, Jordan. Por entonces padre lo adoraba, hasta el punto de dejarle estacionar en el garaje interior cuando no había espacio para hacerlo afuera. Salían para recibirme en la parada del bus.
Jordan me abrazó y me besó en la frente. Mi padre saludó apenas y regresó a la casa, porque ya no había necesidad de salir. Nos quedamos los tres, más los dos guardaespaldas de ella, claro.
–Hola, Manu, ¿qué haces? –le dijo, sin inmutarse, siquiera.
No sabría decir si era bueno para mantener la calma en situaciones tensas o si, en efecto, encontrar a Manuela en plena charla intimidatoria conmigo no le pareció nada del otro mundo. Por otra parte, no podré olvidar la cara de estupefacción de la muchacha. Retrocedió hasta dar un paso en falso hacia el final de la acera, un guardaespaldas avanzó a detener el tropezón y todos saltamos al unísono por la inminente caída evitada apenas.
–¿Qué pasó? –me preguntó Jordan, luego de que Manuela se metiera al auto junto con sus guaruras y se largara sin despedirse.
Le conté lo ocurrido. Juró que nunca había tenido nada que ver con ella. Elegí creerle. Siempre lo había hecho. Pero mi estoicismo tenía un límite. Me habían amenazado, sutilmente, claro. De hecho, a Manuela no le dio tiempo de hacerlo, pero me hubiera intimidado, de haber tenido oportunidad. Para eso fue a mi casa con dos gorilas, en primer lugar.
–Necesito pedirte algo –le dije a Jordan. Ya no podía más–. No quiero que vuelvas a ver ni a Manuela ni a Briana. Nunca más.