Instrucciones para restablecer el Destino

20 | La gran señora-reina

Mantener la armonía en un tipo de relación de aquellas es un arte de estudiada sutileza. Equilibrar el laissez faire con la prohibición directa no era un asunto de darse todos los días. Se hacía necesario dosificar. Ojalá hubiese sido de parte y parte. Mis pretendientes no pasaban de ser tipos platónicos que se desanimaban apenas tenían noticias de quién era mi novio. Es deprimente atestiguar la baja autoestima de los hombres jóvenes frente a alguno que los supera en todos los aspectos posibles. Pero era de esperarse, de todas formas, nunca ambicioné convertirme en una chica igual de demandada que él. Me bastaba con lo que la vida me había repartido. Tenía de sobra.

Por otro lado, ese era el problema con Jordan. Se hacía imposible comprobarle nada. A finales de los noventa, y para mi buena suerte, no existían los servicios de mensajería instantánea ni las redes sociales. Yo ni siquiera tenía teléfono fijo en mi casa, ni hablar de celular. Lo que teníamos era la palabra y la buena fe. Y yo confiaba en ambas, a Jordan no lo llamaban el bateador por nada. Era un hombre de una sola mujer.

Hasta que apareció ella.

Ya se habían oído rumores, desde que yo tenía doce y él, diecisiete. Ella ya no tenía nada que hacer en la vida de Jordan, se había ido de su casa hacía tiempo. Para ser más exactos, de la casa de su padre.

No sabría contar esta historia con certeza. Me faltan datos, referencias, testimonios y experiencia para hacerlo. Pero necesito que se comprenda el porqué de mis reticencias para regresar con Jordan, el porqué, pese a amarlo tanto, me era imposible ser amada por él, en el sentido carnal de la palabra.

Tatiana es un nombre de princesa, ¿no les parece? De reina, o de exreina, para mayor exactitud. De La Capital, y del año 1972. La más celebrada de las soberanas de la ciudad, rezaban los titulares. Mi obsesión por ella me llevó a buscarla en las revistas viejas que coleccionaban mis tíos y mi abuelita. Necesitaba saber todo sobre Tatiana. Lo cierto es que no había muchos datos, salvo que pertenecía a una familia aristocrática, dato bastante predecible, por cierto. Que ejerció uno de los reinados más fructíferos durante una época de particulares tribulaciones para el país, que gustaba de la equitación y que su espíritu caritativo colmó de orgullo los corazones de todas las personas que tuvieron a bien su trato y su trabajo mancomunado en beneficio de los menos favorecidos de La Capital, y demás labia barata.

Nada se sabía de sus sentimientos, de sus pasiones, de sus intenciones verdaderas. Ese tipo de tópicos no se encontraban escritos en ninguna parte. Nunca lo estarían. De lo que se supo, su matrimonio con el embajador se celebró en 1989, en una íntima ceremonia correspondiente a las segundas nupcias de un viudo respetable con una, a la sazón, señora de edad provecta, pero de un glamour inigualable y divorciada ya una vez. Esto quería decir que Jordan tenía catorce años cuando la acogió como madrastra. La nota social incluía una foto, en la que aparecía el embajador, Tatiana, el cura que los casó y mi marido adolescente. Recuerdo haberla recortado con un estilete de una revista Vistazo, perteneciente a la colección de mi tío, y habérmela guardado en el brasier para que no se me arrugara, hasta llegar a casa para almacenarla en mi carpeta personal dedicada a todo lo que tuviera que ver con Jordan.

Sí, amaba a mi novio con devoción. Lo hago hasta ahora.

No me detendré a preguntarme qué fue lo que Tatiana vio en Jordan y viceversa. Eso saltaba a la vista. Me da miedo pensar en qué momento comenzaron sus amoríos durante los tres años que duró el matrimonio de su padre con esta señora. Ignoro los pormenores de su aventura y, menos aún, de su separación. Nunca he sido tan valiente como para preguntar. Lo que recuerdo con claridad fue el día en el que nos hicimos amigos y él, en un arrebato de honestidad brutal, me confesó lo que no había dicho a nadie (de acuerdo con su testimonio): que estuvo perdidamente enamorado de ella.

Recuerdo la sensación que esa confesión provocó en mí, en cuanto la escuché el día en que nos hicimos amigos: como si Jordan me hubiese clavado el tenedor que tenía en la mano, directo en el pecho.

Sobra decir que nunca más quise saber nada de esa señora. Me habría gustado decirle esa noche «no me cuentes, porque no quiero saber», pero en aquel tiempo no estaba en el negocio de transparentar mis sentimientos, si me doy a entender.

Por ello, cuando en 1998 me llegó el rumor virulento de que habían vuelto a verse, de que se frecuentaban a mis espaldas, pues, y de que lo hacían en lugares a los que yo jamás tendría acceso (como el Club La Unión o el Country del que ambos eran miembros, y yo no), una incipiente paranoia, que jamás había cooptado mis sentidos ni luego de los capítulos dedicados a Briana y Manuela, se apoderó de mí a mordiscos, pequeñitos al inicio, pero que, a medida en que las habladurías se hacían cada vez más patentes y escandalosas, llegaron a punzar cada vez más, hasta que se transformaron en una herida infecta que empezaba a supurar.

Necesitaba preguntarle. Y lo hice.

–¿Te sigues viendo con esa señora Tatiana?

Esa señora. Qué ñoña solía ser en esos tiempos, carajo. Jordan rio.

–¿Por qué me preguntas eso justo ahora? –para contextualizar, acabábamos de hacer el amor en su habitación, nunca nos permitimos hacerlo en otro lugar que no fuera ese, por respeto a mí, decía él–. ¿Te parece que es un buen momento?




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