Hubo un tiempo en el que ese tipo de recuerdos dolían en verdad. Más de una década en la que evocar los hechos del pasado se convirtió para mí en una tortura innecesaria que era preciso esquivar, en aras de conservar una siempre precaria salud mental. En 2014, por ejemplo, la sola idea de recuperar de mi memoria la escena que narré hace unas líneas me habría provocado un ataque de ansiedad. En esas circunstancias Jordan regresó a mi vida. En esas circunstancias casi lo asesino. Y, en esas mismas circunstancias, decidí darle otra oportunidad.
Pero nada era tan fácil.
Perdón y olvido, la doble imposibilidad absoluta. Ese día de 2014 en que Jordan entró como un visitante inesperado en su propio departamento, no lo hizo con intención de pedir, ni siquiera de preguntar. Como acostumbraba, como acostumbró siempre, mi futuro esposo llegó a su propiedad a exigir, a demandar, con su característica sutileza, aderezada con el tacto de su educación y su carrera diplomática. Por entonces me hallaba tan obnubilada por el surrealismo de su propuesta, que no me paré a pensar en que, lo único que en verdad necesitaba para perdonarle la vida, era que me dijese lo siento.
Y no ocurrió. Pero, aun así, se la perdoné. No sé si me arrepiento o no de ello.
Hasta me dejé tocar por él, en la nuca y en mis rizos, que cuido con esmero como si mi vida dependiera de su trabajada naturalidad. Me lamento de semejante demostración de pusilanimidad. ¿Qué fue lo que me ocurrió esa tarde? Tuve la oportunidad, ya no de matarle, pretensión que de por sí era una soberana tontería desde el principio, sino de propinarle una cachetada, por lo menos. De sobra sé que se lo merecía, el desgraciado ese. Pero no lo hice, y reniego de ello hasta ahora. No puedo evitar lamentarme de que se la puse fácil.
El efecto indeseado de los traumas continuados, tratados en terapia, pero todavía no superados, comenzó a manifestarse en la ocasión consecutiva a nuestro primer encuentro cercano del tercer tipo. Jordan se había invitado a almorzar al día siguiente. Y yo no tuve el valor de aceptar que nunca estuve preparada para semejante familiaridad. Sin embargo, dejé hacer, de nuevo, y los tres involucrados pagamos las consecuencias.
Apareció a eso de las doce y treinta de la mañana. Envidié, por momentos, su capacidad para flexibilizar el horario de una profesión que, dada su ingente remuneración, debería ser demandante. Yo no había podido dormir la noche anterior, barajaba en mi cabeza desde mi outfit y mi peinado, hasta el menú que debería ser planificado con suficiente anticipación para que saliera perfecto, pero con la necesaria improvisación para que se comprendiera que no era para tanto. Además, estaba el problema, como decidimos llamarlo desde entonces.
No podía permitir que se me portara manisuelto, otra vez. Eso podría desatar un episodio del que no estaba dispuesta a asumir responsabilidad alguna, porque, para empezar, se escapaba de mi control.
De modo que mi plan consistía en mantener las distancias, moverme un paso o dos al mismo tiempo en que él lo hiciera, y en la misma dirección, velocidad y sentido, para que no se notara con tosquedad que lo evitaba, a toda costa. Mis planes daban asco, como se podrá apreciar. Pero, así nos iba.
Lo invité a sentarse en la sala y, bajo el pretexto de que mis manos y cara estaban sucias, evité nuestro primero acercamiento: beso en la mejilla, obligada costumbre de saludo sudamericana. Si reclamaba algo, le diría que, como se trataba de un gringo culturalmente poco propenso al contacto físico, suponía que se sentiría incómodo intentando besar a las personas sin ton ni son. Él lo entendería.
–¿Te puedo ayudar en algo? –como era su costumbre, Jordan no hizo caso a mi invitación a esperar en la sala. Se dirigió directo a la cocina, que tampoco estaba tan lejos.
–De hecho, sí –le dije–. Necesito que vayas a comprarme unas cositas que me faltan, ¿me haces el favor?
–Oh, okay… –noté la decepción en su timbre de voz, pero no podía negarse. Así que le coloqué una pequeña lista de ingredientes cuidadosamente olvidados en mis compras previas, pero indispensables para la preparación del plato, que lo mantendrían ocupado, por lo menos, unos cuarenta y cinco minutos.
Por el momento, me había salvado.
Cuando regresó, una hora después, abrió la puerta con su propia llave, y no pude evitar fantasear conque así hubiese podido ser nuestra vida si…, si estuviéramos casados. La sola visión me provocó una nostalgia por el pasado que nunca fue, pero, al mismo tiempo, una especie de repudio seco por contaminar mis deseos con la nimiedad de la costumbre doméstica. Otro mecanismo para mantener a la raya a la melancolía. Y funcionaba bien, lo recomiendo.
–Pon los ingredientes sobre el mesón de centro, por favor. Gracias.
Jordan obedeció.
–¿Qué hago con las bolsas?
–Guárdalas.
–¿Dónde?
Le señalé dónde. Luego, se me acabaron las ideas. El solo hecho de tenerlo a un par de pasos de mí, atareado en tan anodina actividad, despertaba en mí una serie de reacciones corporales difíciles de explicar, por lo novedosas o, de plano, recicladas directamente del pasado, de cuando éramos pareja. Me temblaban las manos, me sudaban las palmas y las axilas, mi corazón se hizo sentir en frecuencia y potencia de palpitaciones. Me vi impedida de pensar, de continuar el plan que creía que se ejecutaba a una perfección ilusoria. Delusional, como diría él, de nuevo.