Como family dad cuarentón que soy, me es inevitable pensar que debí aprovechar más mi juventud, doctora. Me arrepiento de no haberlo hecho. De ahí que me dediqué a aconsejar mal a mi primogénito, a darle carta blanca para que hiciera con su atractivo físico lo que le diera la gana, y que le sacara más partido del que yo le saqué. Para vivir a través de él, supongo. Ahora me lamento de haber creado un pequeño monstruo de Nathaniel. Me enorgullece y me avergüenza at the same time. Necesito detenerlo, pero no sé ni cómo ni por qué. Tal vez le tengo una cochina envidia de la que ni me doy cuenta, quién sabe. Pues sí, es eso.
A usted no tengo por qué mentirle.
Cuando era un jovencito como él, yo me las daba de exquisito, y tal vez así era. Me perdí de mucho por ejercer a cabalidad mi papel de unavailable guy. En consecuencia, me perdí de mucho. Mi mayor acierto fue cazar –y casar– a su mami, sin duda, pero pude haber disfrutado mucho más. Lástima.
Y es que uno tenía sus estándares, su reputación que cuidar. Mi grupo de amigos poseía el honor de ser The Ultimate Alpha Male Teen Project, y cada uno ejercía su propio performance: a Christian Abadid, mi bromate desde la infancia, le correspondía el papel de womanizer; a Mauro, el del hot nerd; Hadid era el tímido, y yo el inalcanzable. Así funcionaban las cosas. Quien llevaba la voz cantante era yo. Los demás fungían como una especie de escalones para llegar a mis dominios.
Yo no inventé el orden de la vida, ¿sabe? Cuando llegué a este mundo así caminaba. Cada uno interpretaba su papel a la medida; y a mí, el mío se me daba muy bien. Mis fellas se encargaban de filtrar a las chicas para que yo pudiese elegir a las mejores. Pero no existía nada parecido a las mejores. Casi todas se quedaban atrapadas entre Mau y Chris. Hadid ligaba poco, pero con clase. Y las que no lograban pescar eran devueltas al río, sin importar lo lindas que fueran. La dinámica era esta: yo actuaba de anzuelo y las distribuía a los demás, de acuerdo con sus respectivas preferencias. A mí no me importaba quedarme con las manos vacías. En ese tiempo, solo tenía ojos para Tatiana.
Hablar de ella abiertamente podría traerle problemas. Y a Brendita, un tremendo headache. Pero creo que, al fin, estoy listo para eso. Si verbalizar mis stepmommy issues me ayuda a superar los problemas con Bren, estoy dispuesto a pasar vergüenzas con usted. De todas maneras, usted ya está acostumbrada a mis papelones. Uno más no hará la diferencia.
No sé qué es lo que me perdono menos de la relación con mi madrastra: si traicionar a mi padre o el haber permitido que nos descubriera. Fue una mezcla de ambos. No me considero un chico precoz. A mi edad, la mayoría de mis amigos ya se habían estrenado (en sus palabras, no en las mías). Me urgía una prueba de fuego, una iniciación por toda altura. Y por ese tiempo no quería tener nada que ver con mi padre, reprobaba todo lo que él hacía y me empeñaba en causarle la mayor concentración de molestias posibles, solo por el afán de darle la contraria. El embajador comprendía que se trataba de una etapa en la que el Young Lion debía desafiar al Lion King, y me dejaba a mis anchas establecer cualquier berrinche que se resolvía después con un walkman nuevo, un Nintendo o un viajecito a Filipinas.
Y yo, agradecido (en silencio, of course).
Mi amor por Tatiana se trató de un gusto adquirido. La conocía desde niño, por su anterior marido, que era amigo de mi padre. Por entonces no me parecía la gran cosa. Se trataba de una señora, pues. Y yo no gustaba de las señoras. Me sorprende saber que, por entonces, Tatiana rozaba los treinta y pocos, y yo ya la veía como a una madre de familia cualquiera de mi escuela.
Me aficioné un poco a ella cuando papá lo hizo, y solo por la mera gana de joderle. Divorciada y con un jugoso trato de separación, no tenía ningún apuro en atrapar a nadie. Además, ya era una heredera. Su acercamiento a mi padre fue por afecto mutuo y venía desde hace rato. No le diré más.
Me daba igual si se casaban o si jugaban a los novios. Por ese tiempo me resultaba un tanto creepy, ya no digamos disgusting, que dos señores mayores se hicieran cariñitos en público o en privado. Según yo, solo los jóvenes teníamos derecho de hacerlo. Ahora yo soy más viejo que padre y Tat en esa época y sigo ladrando por un abrazo. En este país, a ese efecto se le llama karmazo.
Pero se casaron. Ahí fue cuando me di cuenta de que no me daba igual. Esa señora se paseaba por mi casa como lo hacía mi madre, se encargaba de borronear con sus pasos la poca memoria que tenía de ella durante los pocos meses que vivió en la residencia del embajador, antes de su fallecimiento. No es que fuera apegado a mom, apenas si la veía. No entendía por qué una señora, en teoría dedicada a su casa, jamás tenía tiempo para mí. Luego me enteré de que sus ausencias se debían a la atención ambulatoria hospitalaria y no a sus torneos de té canasta como decía mi nanny, para no afligirme. Me habría gustado que me contasen la verdad, así tal vez me habría preocupado más por ella, en lugar de guardarle rencor por preferir la vida social a jugar conmigo.
Tal vez vi a Tatiana como un reemplazo inconsciente de la figura materna que se me arrebató. Pero en versión sexy. Sí, doctora, como lo ha escuchado. El complejo de Edipo puede tomar muchas formas. Me resultaba todavía más encantadora cuando se miraba al espejo del hall principal antes de salir, como lo hacía mamá. En ese preciso momento es cuando comencé a considerarla atractiva en realidad. Cuando sus formas se mezclaban con el recuerdo de mi madre. Algo parecido me pasa con Brenda.